Con motivo de la publicación de la cuarta edición de El eco de los disparos, escribí este prólogo. Aquí lo dejo, íntegro.

Prólogo a la cuarta edición

Acabé de escribir este libro en marzo de 2015, hace más de tres años. Desde entonces, el debate sobre nuestro pasado se ha centrado en torno a lo que se ha venido a llamar «la batalla por el relato». Es decir, la lucha por establecer una versión aceptable y aceptada por todos de lo que nos ha ocurrido. Es un tema que discuto en este libro, pero que desde su publicación se ha convertido en cuestión prioritaria en lo que al «conflicto vasco» se refiere. Esta batalla por el relato se libra tanto en el terreno político —la izquierda abertzale, los partidos constitucionalistas que fueron el objetivo de ETA, el PNV desde su posición institucional, Podemos Euskadi y Navarra y Geroa Bai como nuevos actores políticos— como en el terreno de la representación y de la cultura. La inercia colectiva se decanta, como en cualquier sociedad post-conflicto, por buscar un relato único que narre de la forma más simple el pasado y que nos libere de responsabilidades históricas, que nos haga quedar bien en la foto de la posteridad. Yo defiendo que no puede haber un sólo relato que nos explique, ni una institucionalización de la memoria que diga qué memorias son válidas y cuáles no. Los historiadores tienen hoy, y tendrán en el futuro, un papel fundamental para combatir versiones torticeras del pasado, para evitar, desde el rigor metodológico de la disciplina histórica, que se establezcan interpretaciones legitimadoras de la violencia, para dejar hablar a los hechos innegables. Pero por otro lado —y de eso en buena medida trata este libro— tenemos la suerte de contar con mucha memoria viva, de varias generaciones que han sido testigos de la historia del «conflicto». Mi invitación en este libro es a compartir memoria, a crear relatos plurales de la experiencia que contribuyan a generar un poso de conocimiento del pasado. También mi invitación es a consumir relatos —en la literatura, el cine, las artes— que desvelen la complejidad de nuestra historia y que actúen de contrapeso a versiones unívocas del pasado, que por unívocas son también mentirosas.

Cuando acabé de escribir este libro ETA todavía no había entregado las armas, no se había disuelto, no había reconocido el daño causado. La política de dispersión de los presos de ETA estaba todavía vigente. Las víctimas de los GAL y otros grupos de extrema derecha no eran consideradas víctimas del terrorismo, tampoco las prácticas de tortura habían sido reconocidas por el Estado español. Cuando acabé de escribir este libro vivíamos en una especie de limbo, que había comenzado en aquel 20 de octubre de 2011 cuando ETA anunció el fin de la violencia, un periodo en el que parecía que «el conflicto» había dejado de interesar, tanto dentro como fuera de Euskadi.

¿Cuánto hemos avanzado desde aquel marzo de 2015 hasta este mayo de 2018? ETA se ha disuelto definitivamente. Se ha despedido con dos cartas y un intento de escenificación internacional que no ha recibido la atención que la banda hubiese querido. La forma de llevar a cabo su disolución final —después de casi siete años de declarar el abandono de las armas— constituye un episodio principal de la «batalla por el relato». Con su «Declaración del daño causado» ETA reconoce que ha provocado dolor, daños irreparables y por primera vez pide perdón. Señala también, en la nota aclaratoria que acompaña a la declaración, que cree necesario mostrar empatía respecto al sufrimiento causado. Daño, perdón, empatía. Palabras hasta ahora ajenas al lenguaje de ETA. Al mismo tiempo, esta declaración se construye dentro de un marco argumentativo problemático, a través de un relato de victimización del pueblo vasco con el que intenta legitimar su violencia. Su responsabilidad directa en el dolor queda diluida en un sufrimiento histórico, que, según la organización, existía antes de comenzar su actividad y continúa en el presente. Según ellos, todo empieza con el bombardeo de Gernika, tras el cual las generaciones posteriores «heredamos aquella violencia y aquel lamento». ETA señala que es consciente del dolor que ha generado, de lo irreparable de sus acciones e insiste en que quiere respetar a las víctimas de sus acciones «en la medida que han resultado damnificados por el conflicto» (no por ETA). Se refiere, específicamente, a aquellas víctimas que «no tenían participación directa» en éste, es decir, los que en otros tiempos se llamaban daños colaterales. Esto, por supuesto, deja fuera a todos los miembros de las fuerzas de seguridad del estado y autonómicas, también a los políticos constitucionalistas, jueces, civiles que levantaron la voz contra ellos o que se negaron a pagar su extorsión. ETA cierra el texto pidiendo una solución democrática al conflicto, «para apagar definitivamente las llamas de Gernika». Gernika de nuevo como paradigma del sufrimiento del pueblo vasco y como justificación de la violencia. Si esta primera declaración es problemática, la segunda lo es aún más. En la llamada «Declaración de Arnaga»*, con la que se ratifica internacional y públicamente el final de ETA, ya no hay mención al sufrimiento ocasionado ni a las víctimas. Ningún reconocimiento de responsabilidad. «Existe un pueblo vivo que quiere ser dueño de su futuro», dicen. «ETA se formó del pueblo, al pueblo vuelve», aseguran. La vieja retórica de la lucha por la libertad de Euskal Herria. Por desgracia, aquellos que han pertenecido a ETA y la siguen defendiendo, aquellos que no condenan su violencia y la intentan legitimar con estas palabras, no desaparecerán. Hemos visto pintadas y carteles en muchos pueblos vascos dando las gracias a ETA: «Eskerrik asko, ETA. Herria zurekin» («Muchas gracias, ETA. El pueblo [está] contigo». Tampoco desaparecerá el dolor que han causado, ni su fantasma y su amenaza. Ya se encargan de decírnoslo con sus últimas palabras: «no repitamos los errores, no dejemos que los problemas se pudran. Eso no sería más que fuente de nuevos problemas».

Queda mucho camino por recorrer para deslegitimar la violencia. Ningún proceso de paz es posible sin un proceso paralelo de memoria y reconocimiento del sufrimiento. Porque una vez que acaba la violencia no termina el daño. El trabajo por hacer tras el final de la violencia es tan importante como el camino que lleva a la paz. Pero no sólo queda pendiente la deslegitimación de la violencia de ETA. La política de dispersión de presos sigue intacta, cuando ya no tiene ningún sentido continuar con estas medidas de excepción. Sin embargo, el gobierno del Partido Popular —azuzado por algunas asociaciones de víctimas y por Ciudadanos— ha demostrado un inmovilismo total a la hora de defender su versión de la historia: ellos son los vencedores, ETA los vencidos, con lo que no hay necesidad de concesiones. Además, no se han reconocido los crímenes de los GAL y sus víctimas siguen sin figurar como «víctimas del terrorismo», con lo que tampoco se deslegitima la violencia del terrorismo de Estado. Asimismo, el único informe exhaustivo sobre la tortura en Euskadi, preparado por un equipo de investigación liderado por el reputado médico forense Francisco Etxeberria y por encargo de la Secretaría General de Derechos Humanos, Convivencia y Cooperación del Gobierno Vasco y el Instituto Vasco de Criminología, fue invalidado por el PSOE-EE. El informe recogía los antecedentes y elaboraba un censo de denuncias por torturas y malos tratos entre 1960-2014, de los cuales una treintena contaba con pruebas judiciales y de peritaje del Tribunal Supremo y del Tribunal de Derechos Humanos de Naciones Unidas; también se presentaban otros doscientos dos casos a los que se ha aplicado el Protocolo de Estambul como prueba pericial para establecer su credibilidad. El PSE-EE rechazó el estudio de Etxeberria porque, según ellos, «medio siglo de terror de ETA se resume a 840 asesinados y más de 3.400 torturados», «alimenta la teoría de un conflicto que nunca ha existido», y olvida la labor de «una inmensa mayoría de funcionarios policiales y judiciales en defensa del Estado de Derecho». Esta reacción es otro síntoma de «la batalla por el relato» y del camino que queda para abandonar trincheras. A pesar de que investigar la tortura no significa dar carta blanca a ETA ni justificar su violencia, el rechazo del informe muestra el miedo de perpetuar la versión del «conflicto» según la cual ETA luchó una guerra de liberación.

El debate sobre el relato del pasado está igualmente activo en el campo cultural. En el plano de la representación del «conflicto» ha surgido un libro que definitivamente ha marcado un antes y un después en la literatura sobre el problema vasco, no porque fuera el primero en tratar el tema, como demuestro en este libro y como escribió, de forma más exhaustiva, Iban Zaldua en su excelente ensayo Ese idioma raro y poderoso. Tampoco lo marca, en mi opinión, por su contribución a ampliar el conocimiento sobre el tema, sino por la repercusión mediática y social que ha tenido. Me refiero, por supuesto, a Patria, de Fernando Aramburu. Con veinte ediciones y más de medio millón de ejemplares vendidos, Patria se ha convertido en la novela de referencia sobre la violencia en Euskadi. El eco de los disparos se publicó una semana después que esta novela, por lo cual no incluí un análisis de la misma en este libro. Sí lo hago de su colección de relatos Los peces de la amargura. Creo que en Patria Aramburu desarrolla, magnificadas y ampliadas, las mismas estrategias narrativas que en aquellos relatos con un resultado similar: una visión simplificada de la realidad en aras de la defensa de una tesis. Sus personajes actúan guiados por esa tesis, dentro de una narración melodramática que potencia una versión maniquea y sin matices de la historia. Su éxito radica, precisamente, en que es una novela que tranquiliza conciencias: por un lado confirma todos los prejuicios que los lectores puedan tener no ya sobre ETA y los terroristas, sino también sobre su entorno, el nacionalismo, las terribles madres del supuesto matriarcado vasco, nuestros pueblos hostiles, los escritores euskaldunes, y un largo etcétera, y por otro lado resuelve el conflicto (personal y colectivo) a través de un abrazo conciliador que pone el punto final a la historia. En las primeras páginas del libro explico mi selección de textos y películas que han tratado el tema vasco y por qué no pretendo hacer un análisis exhaustivo de toda la producción cultural relacionada con dicho tema. Es una selección en parte subjetiva, en parte basada en unos criterios muy específicos que Patria no cumple, por lo que no considero oportuno hacer aquí un análisis más detallado de la novela de Aramburu, a pesar de su éxito de crítica y comercial.

La necesidad de escribir este prólogo no viene, sin embargo, de estas cuestiones que aquí resumo. Aunque son importantes, ninguna de ellas cambia, sustancialmente, los asuntos que discuto en el libro, ya que éstos se refieren a realidades del pasado cuya interpretación no varía según lo hacen los acontecimientos presentes. El que haya decidido escribir este prólogo viene a raíz de una crítica, justa y constructiva, que me hizo en privado hace unos pocos meses Pello Salaburu, catedrático de Filología Vasca y rector de la UPV/EHU entre 1996 y 2000. En su opinión, el libro debería haber reconocido la labor de diferentes personas y colectivos que, a diferencia de la mayoría que se mantuvo en silencio, supieron enfrentarse a ETA y su entorno, asumiendo graves riesgos que ni siquiera fueron percibidos como tales por la sociedad. Gesto por la Paz comenzó a organizar manifestaciones silenciosas desde 1987 en muchos lugares del País Vasco, no sólo siempre que ETA asesinaba, también cuando se producían muertes como consecuencia de actos violentos, sin distinción de quién los perpetraba ni cuál era su ideología. Asimismo, durante los largos secuestros de ETA, Gesto organizaba concentraciones silenciosas cada lunes, acompañadas por las campañas del lazo azul como forma de visibilizar el rechazo a estos secuestros. La izquierda abertzale pronto reaccionó a estos «gestos» y comenzó a convocar contramanifestaciones en las que los radicales gritaban sus consignas mientras que los pacifistas guardaban silencio. Entre ellos sólo mediaba un pasillo de seguridad de la policía. Es fácil imaginar la tensión de esos momentos, mayor cuanto más pequeño era el pueblo y más reconocibles los integrantes de los dos grupos, insoportable aquellos días en los que coincidían dos muertes que desde el punto de vista de Gesto debían tener idéntico tratamiento, como podía ser una persona asesinada por ETA frente a un etarra muerto en un enfrentamiento con la policía o por una bomba que le explotaba en las manos. Para la izquierda abertzale esas dos muertes eran «consecuencias del conflicto», pero con la diferencia que sólo una de ellas merecía respeto, protestas, duelo.

Me he referido a Gesto por la Paz porque, en mi opinión, hizo la contribución más profunda, duradera, desinteresada y honesta a la paz en Euskadi y a la deslegitimación de toda violencia. Pero debería añadir, con contribuciones diferentes, organizaciones como Elkarri, Denon Artean, Bakea Orain o la Asociación Pro Derechos Humanos del País Vasco. O el Foro de Ermua, fundado por el periodista José Luis López de Lacalle que acabaría siendo asesinado por ETA y al que pertenecían varios profesores de la universidad vasca contra los que atentó la kale borroka y cuyos nombres aparecieron en listas de objetivos. El propio rector Salaburu organizó en 1996 la primera protesta institucional clara de la universidad contra ETA, con motivo del asesinato de Francisco Tomás y Valiente. Esta protesta terminó con graves disturbios en el campus de Leioa de la universidad. Hubo profesores amenazados que tuvieron que vivir escoltados durante años, como lo hicieron algunos escritores, periodistas, empresarios, jueces, etc., que se atrevieron a manifestarse públicamente contra la violencia.

En su crítica, y partiendo de sus propias vivencias, Salaburu me señalaba la escasa atención que presto en el libro a personas como estas, que se enfrentaron a ETA y su entorno. Creo que su crítica refleja una incomodidad con este libro que, si bien sólo él me ha hecho por escrito y detalladamente, es compartida por otros que han vivido experiencias similares. En la siguientes páginas ellos no figuran, o lo hacen de forma tangencial cuando me refiero a las víctimas o a la posibilidad de convertirse en una de ellas si se alzaba la voz contra la violencia. La falta de atención a estos colectivos y las personas que los conformaron no se debe a una falta de reconocimiento a su labor, sino porque en este libro exploro, precisamente, todas las actitudes de la sociedad vasca que no tienen que ver con la resistencia, sino con el silencio, el miedo, la indiferencia, la complicidad, la paralización, el rechazo a la víctima. Esas fueron las actitudes predominantes en nuestra sociedad, nuestra forma de estar en un mundo impregnado de violencia o su amenaza. Es ahí donde me sitúo a la hora de escribir este libro porque yo fui una más de la mayoría silenciosa. Escribo desde la posición del testigo que no dio el paso de alzar la voz, de sumarse a los pocos que pública y abiertamente se posicionaron en contra de la violencia. Todos aquellos que no se ven reflejados en esta representación de la realidad porque sí fueron capaces de romper con la inercia que nos hizo cómplices merecen la atención y el reconocimiento debidos, pero desde el lugar del que escribí esta obra yo no era la persona indicada para hacerlo. Creo que nunca lo seré.

No debemos juzgar actitudes del pasado a la ligera y desde la superioridad moral que nos permite el presente, pero sí podemos, en el aquí y ahora, hacer un esfuerzo honesto para entendernos, reconocer nuestras responsabilidades y reparar, en la medida posible, los daños causados, sean de la magnitud que sean. Este libro fue y sigue siendo, con todos sus fallos y debilidades, el reflejo de ese esfuerzo y una defensa entusiasta de la cultura capaz de ayudarnos a llevar a cabo este proceso.


*Corrección: me refiero en realidad a la carta que leyó el miembro de ETA Josu Ternera que puedes leer aquí y que se difundió el día anterior a la Declaración de Arnaga.

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