El 24 de mayo participé en la jornada «Los relatos de la pacificación en el País Vasco» organizada por Jaime Ferri y Manuel Barroso para anunciar el «Máster de resolución de conflictos políticos y construcción de paz» de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Se discutió sobre memoria, la experiencia de las víctimas y la importancia del diálogo y la negociación. Aquí referiré sólo a parte de nuestras conversaciones.

Aintzane Ezenarro, directora de Gogora, Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos del Gobierno Vasco comenzó las jornadas hablando de la memoria como herramienta para generar una reflexión compartida sobre cómo hemos vivido, dónde hemos estado, asumiendo cada uno sus propias responsabilidades. Ezenarro hizo un llamado a la sinceridad y la autocrítica, reconociendo que el pasado no se puede cambiar, pero que desde el presente sí podemos afirmar que lo que pasó fue injusto. Insistió en la necesidad de la transmisión de memorias y en una verdad innegable: el silencio no cura las heridas. Las víctimas nos piden, dijo Ezenarro, que no las silenciemos, que no permitamos que se olvide lo que pasó. Y pocas horas después, las víctimas le dieron la razón. Pilar Zabala (hermana de Joxean Zabala, asesinado por los GAL), Iñaki García Arrizabalaga (hijo de víctima de los Comandos Autónomos Anticapitalistas) y Juan José Mateos (guardia civil y víctima de ETA), resaltaron la necesidad de contar y de ser escuchados, de encontrar espacios seguros donde compartir la experiencia, de transformar su dolor en algo positivo, como contribuir a la paz y la convivencia.

Pili Zabala habló desde una herida muy profunda: la desaparición y asesinato de su hermano a manos de los GAL. «Once años, cinco meses y cinco días», repite Zabala en varias ocasiones durante el día, sin saber qué fue de Joxean. Hasta que encontraron los restos y empezó el otro calvario, el de entender, ahora sí, la dimensión del horror por el que pasó. Por eso uno de los retos fundamentales de los que nos habló Zabala fue el de encontrar la verdad de lo ocurrido, no sólo (que también) la verdad jurídica, sino esa otra verdad que exige la víctima: el por qué, y también el a manos de quién, el cómo y las consecuencias que esa acción violenta e injusta deja en el verdugo. Ella misma buscó esa otra verdad a partir de un encuentro restaurativo. Animada por Julian Ríos, experto en mediación y justicia restaurativa y transicional, Zabala aceptó encontrarse con José Amedo. Su explicación, conmovedora: «Tengo una enfermedad crónica que es el dolor», nos dijo. Aceptó encontrarse con Amedo para intentar sanar ese dolor. Pronto se dio cuenta de que el objetivo del encuentro restaurativo no era conseguir información inmediata, sino escuchar el proceso de la otra persona y que él escuchara su sufrimiento, mirándola a los ojos. A partir de ahí, intentar sanar lo dañado (este encuentro salió publicado en forma esta entrevista en El Mundo que, a pesar de su titular, merece la pena). Interpelada por unas palabras de Laura Mintegi sobre el sufrimiento en Euskadi, Zabala aseguró que a pesar de todo el dolor que ha sentido y sigue sintiendo, nunca se le pasó por la cabeza responder a la violencia con más violencia. En este sentido, García Arrizabalaga reflexionaba sobre la reacción de la mayoría de las víctimas ante la violencia de ETA: ni odio ni rencor. Sólo hubo una víctima que reaccionó violentamente contra sus agresores. Otra cosa es que haya algún colectivo de víctimas —en esto estaban de acuerdo los tres participantes de la mesa— que use su condición de víctima para intentar intervenir en las políticas de Estado, como se está haciendo con el alejamiento de los presos de ETA (tema que también salió a relucir como imprescindible para el avance de la convivencia). García Arrizabalaga señaló el efecto nocivo de las asociaciones que, con ese tipo de injerencia política, quitan legitimidad a las víctimas para el tipo de reivindicación que sí necesitan: verdad, justicia, reparación.

García Arrizabalaga expuso que, según parte de la sociedad vasca, la presencia de las víctimas es anestesiante y que algunos plantean si no es necesario ejercitar un «silencio terapéutico». «El tiempo corre en contra de la memoria», dijo con preocupación. Y es cierto. Lo más fácil para aquellos que defendieron la violencia de ETA sería pasar página o pedir «silencio terapéutico» porque las víctimas incomodan. También lo más fácil para la mayoría de la sociedad sería no tener que enfrentarse a la autocrítica que señalaba Ezenarro, mirar el «conflicto» desde la barrera, pensando que no hemos tenido nada que ver. El tiempo de la memoria es ahora. El tiempo de la autocrítica y el reconocimiento, también. Mintegi decía que todos tenemos algo por lo que disculparnos, que todos fuimos responsables. Discrepo. La izquierda abertzale tiene el mayor trabajo por hacer en el camino de autocrítica para deslegitimar la violencia. No creo que víctimas como Zabala, Mateos o García Arrizabalaga se tengan que disculpar de nada. El resto, la sociedad civil, sí debemos hacerlo, por nuestro silencio y nuestra indiferencia, aunque también dentro de esta sociedad hubo resistentes, como remarcó el periodista Luis Aizpeolea cuando puso como ejemplo que la primera manifestación que se dio en Euskadi contra ETA ocurrió en junio de 1978, cuando el Partido Comunista de Euskadi convocó dos manifestaciones simultáneas en Portugalete y Eibar en protesta por el asesinato del periodista Jose María Portell. Y después vinieron otros: Gesto por la Paz, Elkarri, Denon Artean… Ellos seguro que tienen menos de lo que disculparse que, por ejemplo, yo.

Aizpeolea abrió la última conversación del día, la cual giró en torno al diálogo y la negociación. En su intervención recogió algunos de los comentarios que habían surgido durante el día sobre la necesidad de autocrítica y añadió uno que considero muy importante: la necesidad de que la Audiencia Nacional haga también autocrítica en relación a todas las denuncias de tortura que no tramitaron o a las que hicieron caso omiso. También, como muchos de nosotros, señaló la importancia de acabar con la dispersión y, de nuevo, añadió un matiz: la política indigna de obligar a los presos de ETA a la delación a cambio de beneficios. Jesús Eguiguren explicó, con la humildad y afabilidad que le caracterizan, las conversaciones que tuvo con Arnaldo Otegi durante cuatro años —Otegi fue invitado por el profesor Ferri, por cierto, pero declinó—. Antes de narrar el proceso, hizo una reflexión sobre las víctimas que me gustaría recoger aquí. Habló de las víctimas no contempladas por la legislación, las olvidadas: hijos e hijas de concejales, padres que se han suicidado porque han matado a sus hijos, esos chavales a los que en el patio del colegio les decían «vamos a matar a tu padre porque es de los GAL», muchísimas personas que han sufrido los efectos de ETA pero que no son reconocidos «porque no hay forma de poner un límite». Este comentario me hizo pensar en las secuelas de la violencia en las generaciones siguientes y en la magnífica obra de teatro «Viaje al fin de la noche«, donde la dramaturga María San Miguel explora la herencia de la violencia tanto de ETA como de los GAL en la figura de dos hijos.

Durante la jornada hubo diferencias, alguna tensión, pero me quedo con las últimas palabras de Iñaki García Arrizabalaga: «¿Dónde podemos encontrarnos? En torno al valor superior de la dignidad humana».