Hoy es día de controversia. Para algunos es la oportunidad de exhibir su orgullo de raza y de hazañas patrias, para otros es día de vergüenza y responsabilidad histórica; hoy algunos reivindican la españolidad mientras otros la desafían con gestos grandilocuentes (como abrir un ayuntamiento…para que luego digan que los funcionarios están deseando no trabajar). Estoy en Barcelona y no me apetece escribir ni pensar sobre nacionalismos ni violencias. Hoy no. Hay días que esto de ser vasco (y catalán, supongo; y tal vez español o extremeño, no lo sé) se hace muy cansino.
Así que hoy cuento una de americanos. Hace tiempo prometí escribir sobre aspectos positivos de mi vida en los USA. Con el fantasma (o mejor dicho la bestia parda) de Trump acechando la presidencia y la confianza (que no ilusión) de que Clinton (el mal menor) ganará las elecciones, se me hace un poco difícil pensar en positivo, pero aquí va el ejercicio.
Lo mejor de vivir en los Estados Unidos no es tanto vivir, sino trabajar, que allá significa más o menos lo mismo. Hace un tiempo escribía aquí que una persona como yo, que no tenía nada más que mi cabeza y mis ganas de estudiar cuando llegué a ese país, tuve oportunidades con las que ni siquiera habría soñado en España, en parte gracias al mercado laboral universitario y en parte gracias al tipo de puestos a los que puede acceder una profesora joven y con ganas de hacer cosas, como era yo en aquél momento. Ya expliqué aquí el proceso de «tenure» (o de conseguir plaza), un proceso basado en ese concepto de meritocracia tan arraigado en la ética de trabajo estadounidense que, por una parte, permite que uno se crea el «you can do it», el «just do it» y todas sus expresiones relacionadas y que por otra, como también expliqué, esconde no pocas mentiras. Perdón. He dicho que hoy no iba a ser negativa.
Al grano: cuando, como en mi caso, una profesora consigue la permanencia con 34 o 35 años, se ve ante la oportunidad de acceder a puestos administrativos interesantes. No digo ser jefa de departamento (horror) ni decana (satanás me libre), sino otro tipo de puestos que no tienen que ver tanto con la gobernanza, la burocracia o la política universitaria, sino con programas en los que se valora la creatividad y las ganas de hacer cosas nuevas. Esto responde también a la lógica empresarial de la universidad, que explico de forma muy simplista pero no creo que errónea: ofrecer programas originales y con contenidos de calidad hace a las universidades más competitivas y puede atraer a los mejores profesores y estudiantes y, por tanto, hacer que la universidad suba en los rankings. La competitividad de la alta administración de Lehigh permitió la creación de algunos programas en las humanidades que, de otra manera, serían imposibles en una universidad por lo demás orientada a la ingeniería y las ciencias. Y de eso me beneficié yo, que en el mismo año en el que me presentaba a la plaza me ofrecieron dirigir el Humanities Center de Lehigh.

El HC según Sue Shell
El HC era una casita en el campus que se había abierto como una especie de instituto de investigación para las humanidades hacía pocos años. El objetivo era dinamizar la vida intelectual de la universidad, que, por estar muy centrada en los programas de ingeniería y ciencias aplicadas, era bastante pobre. Con la creación de este centro se intentaba dotar de un espacio físico y un apoyo logístico a las humanidades, concebidas de forma amplia como todas las disciplinas que estudiaban el quehacer humano, incluyendo así también a las ciencias sociales y las artes. El mandato que recibí fue muy simple: construir una comunidad intelectual sólida a través de actividades en las que participaran profesores y alumnos, a veces juntos, a veces por separado. Por lo demás, tenía libertad a la hora de elegir el qué, el cómo y el con quién.
Con un equipo de profesores de todas las disciplinas representadas, formamos comités de becas de investigación, programamos series con conferenciantes nacionales e internacionales que pasaban entre dos días y una semana trabajando con nosotros, creamos grupos de lecturas, talleres de escritura creativa y académica, conferencias, y tampoco faltaban las celebraciones en las que se mezclaba lo intelectual con lo lúdico. Cada año elegíamos un concepto que explorábamos desde diferentes disciplinas: filosofía, literatura, sociología, historia, artes plásticas, artes perfomativas… e invitábamos a diez o doce especialistas que visitaban nuestro pequeño centro. Antes de recibir a nuestros conferenciantes debatíamos sobre sus obras y nos preparábamos para la visita con ilusión y fruición.
Creo que nunca, ni siquiera durante el doctorado, aprendí tanto como en aquellos años. No digo que todo fuera fácil. Cada dos por tres tenía que justificar ante burócratas que no entendían nada de lo que hacíamos la existencia del centro y el presupuesto que me daban. Y, siendo su representante en un clima hostil en que las humanidades y las artes eran para algunos algo molesto en el mejor de los casos, eliminable en el peor, tuve que quitarme los guantes en más de una ocasión. Pero recuerdo esos seis años con mucha alegría y agradecimiento. Y creo que los colegas con los que trabajé entonces también.
Y no sé, igual en la universidad española se pueden encontrar ejemplos de centros e iniciativas parecidas, pero me da la sensación de que la universidad estadounidense, a pesar de sus graves problemas, es única en ofrecer espacios como el Humanities Center en los que el profesorado puede seguir formándose, aprendiendo y explorando nuevos horizontes intelectuales. Si alguien sabe de alguna iniciativa así en la universidad española, por favor que deje su comentario aquí.
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