Antes de llegar a Chapel Hill, la información que tenía sobre la universidad provenía exclusivamente de los papeles que me habían enviado a casa. Recordemos que estamos en 1997; en aquellos tiempos antediluvianos la información online era escasa y yo ni siquiera tenía un ordenador. En esos folletos informativos había visto que la universidad se había fundado en 1795 y por ello era una de las tres primeras universidades públicas del país. Se repartía en varios campus que cubrían una extensión enorme y que albergaba entonces a unos 24.000 estudiantes (ahora casi 30.000). Me llamó la atención que había una biblioteca donde había «colecciones especiales» (special collections, que llaman allá) y que databa de principios del siglo XX. Era Wilson Library, un edificio que, por lo menos en fotografía, parecía una versión reducida del Congreso de Washington. También vi que había otra que se llamaba Davis Library, pero no le hice mucho caso. Era un edificio alto de ladrillo bastante feo que parecía romper el equilibrio estético del campus histórico.
El caso es que uno de los primeros días comprobé la belleza de Wilson Library: su cúpula, sus grandes columnas enmarcando la entrada, su espacio interior luminoso y augusto. No me atreví, por supuesto, a preguntar por las special collections. No vería algunas de sus joyas hasta mucho más tarde. Durante la primera semana decidí acercarme a Davis Library, ya que descubrí que en su séptimo piso se albergaba la colección de literatura iberoamericana. Era, efectivamente, un edificio enorme y feo por fuera, pero nada más entrar me deslumbró la amplitud del espacio y la magnífica luz natural que inundaba el interior. Los mostradores estaban a un lado del espacio central y no impedían el acceso a la biblioteca, tampoco había bedeles viejos atendiendo, sino estudiantes. La gente se movía libremente y había libros al alcance de la mano. Me di un paseo por esa planta baja y pensé que habría esa libertad porque era la sección de libros de referencia (diccionarios, revistas, etc). También observé extrañada unos ascensores de donde la gente entraba y salía de ellos como Pedro por su casa. Me monté en uno y subí hasta el séptimo. Pensé que al abrirse las puertas encontraría una serie de ficheros con los libros correspondientes a esa planta, ordenadores gigantescos de búsqueda, mesas de lectura. Y, por supuesto, esperé encontrarme, ahí sí, un bedel con cara de amargado que iría a buscarme los libros para luego, con ojo vigilante, asegurarse de que no salían del recinto. En la Universidad de Navarra ésa había sido mi experiencia: pedir los libros con cuentagotas a un tipo que parecía que ya te censuraba por el mero hecho de leer, esperar ratos interminables a que los sacara del fondo de la biblioteca y no tener la más remota posibilidad de llevármelos a casa. Siempre pensé que era la forma más eficaz que tenía la universidad para que la gente leyera lo menos libremente posible, hasta que te convertías en «VIP» y podías entrar en la zona restringida y tocar los libros y esas cosas. Pero para eso tenías que pertenecer al clan y, como ya he dejado claro, yo no era una de las elegidas. El caso es que llegué al séptimo, se abrió la puerta del ascensor y vi que entre mi cuerpo y un bosque de estanterías sólo me separaban unos diez metros. Miré en todas direcciones. No había nadie: ni bedel, ni centinela, ni detector de libros robados, ni siquiera otros estudiantes. Estaba sola, sola en ese piso gigantesco lleno hasta los topes de estanterías y de libros. Todos en español. No recuerdo si realmente lo hice, pero me imagino dando saltos de alegría como si tuviera ocho años y estuviera a punto de darme el primer baño del verano. Empecé a recorrer las filas interminables, a sacar, sin ton ni son, libros de las estanterías; cada pocos minutos me sentaba en el suelo a ojear, olfatear, acariciar libros elegidos al azar. Tampoco recuerdo cuántos me llevé a casa ese día, posiblemente más de los que me cupieron en la mochila.
No sé si lo pensé entonces o poco después, pero pronto me quedó claro que mi paraíso personal, ese séptimo piso de Davis Library, encarnaba los valores del sistema universitario de Estados Unidos. Luego descubriría que también tiene sus propias falacias (algunas realmente perversas), pero en su momento me pareció que allí podría acceder, de forma mucho más directa y libre, al conocimiento; que era un sistema que potenciaba el descubrimiento y la búsqueda personal; que dejaba espacio al desarrollo individual sin mediaciones innecesarias; que no atufaba a rancio; que ahí no tenía que ser VIP para refocilarme con mis libros; que ni siquiera tenía que pertenecer a ningún clan (religioso, político o de compadrazgo) o conocer al Catedrático Menganito o Zutanito para entrar en un programa de doctorado y hacer una carrera académica.
A mediados del semestre de otoño ya había decidido solicitar entrada en el programa de Master y Doctorado de literaturas hispánicas. Entonces no sólo tuve que volver a rellenar formularios interminables, también someterme a unos exámenes imposibles: los GRE y el TOEFL. Para el GRE, que son los exámenes generales para acceder a cualquier programa de posgrado en EE.UU., me tuve que examinar de lógica, inglés y no recuerdo qué más. Saqué unos resultados pésimos en lógica, no sólo porque de natural mi pensamiento lógico es un poco sui generis, también porque como mi inglés era tan penoso, no entendía los planteamientos. Lo curioso fue que en inglés del GRE saqué muy buena nota porque como está diseñado para anglófonos, la mayoría de las palabras del examen provenían del latín. Las acerté por deducción. El conjunto, sin embargo, fue bastante vergonzoso. Y el del TOEFL, tres cuartos de lo mismo:
A pesar de todo, conseguí entrar en el programa…
… Y así pasaron cinco años, con frecuentes visitas al Paraíso. Hay días en los que me encantaría darme un paseo por ahí y volver a recorrer ese bosque, donde el dejar caer la vista y la mano al azar provocó más de un descubrimiento maravilloso.
Un comentario en “El Paraíso está en Davis Library”
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