Mi primera impresión de que el problema racial ocurría sólo fuera de los muros universitarios se vio contrastada rápidamente por una realidad que, si bien no era tan evidente, es decir, no se manifestaba en banderas confederadas o miradas torvas, no por ello era menos presente. Sólo había que prestar un poco de atención.
Al ser Chapel Hill una universidad pública, había estudiantes de todo tipo: junto a hijos de familias sureñas de abolengo que iban a Chapel Hill por conservar la tradición de sus antepasados, había estudiantes blancos de orígenes humildes que eran los primeros de sus familias en ir a la universidad; había un un alto porcentaje de afroamericanos, muchos de ellos de un estrato social medio/bajo y que compaginaban sus estudios con un trabajo; había hispanos de segunda o tercera generación de clase media, o de primera generación que habían crecido en los campos de tabaco y cuyos padres ni siquiera tenían la ciudadanía. Abundaban también los niños prodigio del deporte, sobre todo afroamericanos, que eran reclutados por todo el país para jugar en los equipos de baloncesto y fútbol americano. También había una cantidad importante de estudiantes extranjeros, sobre todo en los programas de posgrado. En la universidad había una diversidad económica, racial y étnica extraordinaria que eché de menos en mis años posteriores en Lehigh.
A pesar de esta diversidad, pronto me di cuenta de que había un código invisible de sociabilidad que mantenía a cada uno en su sitio. En mis clases los estudiantes se ordenaban según etnicidad: afroamericanos por un lado, hispanos (de todos los colores) por otro, y blancos por otro. Cuando diseñaba actividades en las que se tenían que mezclar, obedecían (los estudiantes norteamericanos son normalmente muy disciplinados) pero de mala gana. Hacían la actividad que correspondía y después volvían a sus puestos de siempre. Cuando paseaba por el campus y me sentaba un rato en el «Quad» (una especie de plaza pública) para observar a la gente, veía grandes grupos de estudiantes que también se reunían por colores.
Estos grupos, al principio irreconocibles para mí, eran en realidad asociaciones de estudiantes que se distinguían por su identidad racial o sexual: afroamericanos, latinos, estudiantes LGQTB, etc. En su momento lo interpreté como una manifestación del «identity politics» prevalente en la sociedad norteamericana y de la herencia de los movimientos de derechos civiles, que tan importantes habían sido en universidades como Chapel Hill. Junto a estas asociaciones identitarias, convivían algunas fraternidades que se distinguían por ser casi exclusivamente para blancos. Por suerte, sólo un 18% de los estudiantes participaba en el «sistema griego» de sororidades y fraternidades, con lo que la gran mayoría de estudiantes convivía en residencias o pisos particulares con otros jóvenes de diferentes razas y niveles económicos.
Ver a los estudiantes divididos en asociaciones de tintes exclusivamente identitarios me incomodaba por dos motivos: porque pensaba que era una especie de racismo a la inversa y porque creía que aferrarse a esas identidades enfatizaba aún más la mentalidad segregacionista. Este pensamiento era fruto de la ignorancia. Pronto me di cuenta de que los estudiantes minoritarios vivían, aunque no se apreciara a simple vista, en un entorno hostil y que estas asociaciones estaban ahí para defender a unos jóvenes que, de otra manera, podían ser marginados e incluso acosados (como explicaré la semana que viene en relación a Lehigh University). Ejemplos: Algunos de los edificios del campus son «named buildings», es decir, están dedicados a una persona o familia que en su momento sufragó su obra o que contribuyó de manera significativa a la universidad y/o su comunidad. En Chapel Hill muchos edificios históricos llevan en su frontispicio el nombre de un segregacionista o un defensor de la supremacía blanca, magnates que se distinguen por algunas hazañas como la de haber matado a latigazos a una esclava negra, o haber defendido las leyes raciales de Jim Crow, o haber conseguido que los negros no pudieran asistir a esta misma universidad. Al pasear por el precioso campus, todos los días yo (como los demás estudiantes) me topaba con la estatua dedicada a Silent Sam, un soldado confederado rifle en mano, erigida en 1913 como tributo a todos aquellos que murieron defendiendo, entre otras cosas, la degradación y explotación de los antepasados de muchos de los estudiantes que alberga la universidad (pincha aquí si quieres saber más sobre estos símbolos que recuerdan, en un contexto muy diferente, a los tributos al franquismo todavía vigentes en algunos lugares de España).
Este entorno hostil también tenía que ver con las percepciones y los estereotipos. Por ejemplo, la normalidad con la que algunos estudiantes asumían que sus compañeros afroamericanos que participaban en algún programa deportivo estaban ahí no por su inteligencia, sino exclusivamente por sus habilidades físicas. O que todos los estudiantes de «color» podían entrar en la prestigiosa universidad gracias no a sus notas, su inteligencia y su esfuerzo, sino a las políticas del «Affirmative Action«.
Así aprendí que la necesidad de los estudiantes minoritarios de unirse a asociaciones y grupos en los que sentirse seguros no era baladí. Varios incidentes recientes (incluyendo enfrentamientos entre estudiantes pertenecientes al movimiento Black Live Matters y defensores de la Confederación, a cuenta de la dichosa estatua a Silent Sam) confirman, una vez más, esa percepción.
Pero en aquellos años, de 1997-2003, el hecho de que en el campus las divisiones raciales fueran evidentes no quiere decir que yo fuera testigo de comportamientos abiertamente racistas o de una tensión racial palpable como la hay ahora. Lo que yo pude observar eran sobre todo el tipo de microagresiones de las que hablo arriba (comentarios despectivos, estereotipos denigrantes, y esa división palmaria entre estudiantes de diferentes identidades), microagresiones que pueden pasar desapercibidas desde una mirada superficial, pero que son como los pequeños temblores o ligeras lluvias de ceniza de los volcanes aletargados: esconden un problema de fondo irresuelto que en cualquier momento puede estallar, como ha estallado estos últimos años a raíz de los incidentes de Ferguson, y de las injusticias y abusos que ha destapado el movimiento «Black Lives Matter». Todo esto demuestra que, por mucho que Barack Obama ganara las elecciones, EE.UU. no es, ni por asomo, un país «postracial». Y si estos ejemplos no fueran suficientes para sospechar de ese discurso triunfalista, tenemos al fenómeno Donald Trump para sacarnos de dudas (pero esa es otra historia).
La semana que viene hablaré del racismo en Lehigh, una universidad que, a pesar de estar en el norte (muy cerca de Nueva York y Filadelfia) y no contar con la historia racial de Chapel Hill, ha permitido hasta muy recientemente comportamientos racistas que recuerdan a la era anterior a los derechos civiles.
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