Las víctimas como precio necesario (Edición de José A. Zamora, Reyes Mate y Jordi Maiso). Editorial Trotta, 2016.
Las víctimas como precio necesario es un excelente volumen que reflexiona sobre la figura de la víctima en la sociedad contemporánea, desde el marco teórico de la Teoría Crítica que nace tras la debacle del Holocausto a los casos concretos de víctimas de terrorismo, guerras, e incluso accidentes viales. Todos los artículos se escriben en contra de una idea aceptada y repetida a lo largo de la historia: que las víctimas son, como diría Hegel, un precio necesario para el progreso, o el daño colateral que queda tras los procesos históricos de cambio, inevitablemente violentos. No voy a hacer una reseña del libro, sino comentar aquello aspectos que me han permitido seguir reflexionando sobre la cuestión vasca y las víctimas de ETA.
Detlev Claussen incluye una cita de Theodor W. Adorno, escrita en 1945: «pensar la situación mejor como aquella en la cual se puede ser diferente sin temor» (30). Esta cita resume una utopía: la mejor sociedad imaginable es aquella en la que se pueda ser diferente sin el miedo a ser aniquilado. El contexto en el que escribía Adorno es el de los campos de concentración y el gulag, el contexto de los totalitarismos. Ahí la víctima lo es doblemente: porque se la aniquila y porque se intenta borrar también su huella. Así, el miedo del diferente no solo es el miedo físico a ser exterminado, sino que hay un miedo ontológico a la desaparición de aquello por lo cual se le ha convertido en víctima (el caso de los judíos es paradigmático en este sentido). Porque los totalitarismos no sólo quisieron exterminar físicamente al disidente, al diferente, al que se consideraba un lastre social, sino también reeducar la conciencia individual y colectiva para acabar para siempre con esos «tarados» que ensuciaban su sociedad ideal (comunistas, homosexuales, judíos, etc). El nacionalcatolicismo franquista es un buen ejemplo de ello, tanto en legislación represiva como en educación.
La cita de Adorno también me hizo pensar en la historia vasca de los últimos cuarenta años. Porque esta lógica de aniquilación del diferente no pertenece exclusivamente a los regímenes dictatoriales o totalitarios; el nacionalismo etnicista que pone a la Patria Vasca (así, con mayúsculas) por encima del derecho a la vida ha operado con la misma lógica: extirpar a través de la aniquilación física o expulsar de la sociedad a través de la coacción, la extorsión o la amenaza de muerte a aquellos considerados no ya enemigos o invasores (léase, las fuerzas de seguridad del Estado o los representantes de instituciones españolas), sino a aquellos ciudadanos vascos que defendían una idea de lo político y social diferente a la suya. Gorka Landaburu ha dicho en más de una ocasión que él tuvo que luchar contra dos dictaduras: la del franquismo y la de ETA. También lo dijo el recientemente fallecido José Ramón Recalde. Muchos creerán que equiparar las dos cosas es una exageración, pero la cita de Adorno me recordó que la lógica más perversa es aquella que no se muestra de manera evidente.
Reyes Mate, por su parte, nos recuerda en su artículo sobre las víctimas de ETA algo fundamental: «No basta con levantar la bandera del ‘no matarás’, con rechazar el crimen; hay que estar, además, atento al discurso, al relato de los hechos y, por tanto a las mil formas de disimulación de la violencia» (105). Además, menciona el peligro de la conmemoración banal de las víctimas, es decir, del festejo conmemorativo. Hace poco en una conferencia que di en la Universidad Menéndez Pelayo, defendí un argumento similar: que la memoria del testigo es esencial para la construcción del relato sobre el pasado reciente y que la conmemoración de las víctimas no basta. Porque la conmemoración ritual, cuando solo confirma una imagen negativa del otro en el pasado o una imagen positiva del yo (de la víctima), es inefectiva como herramienta de educación pública, ya que es una manera fácil de darnos a todos buena conciencia al mismo tiempo que nos despista de urgencias presentes, de responsabilizarnos frente a lo que queda de la desgracia. La conmemoración es una paradoja: por una parte, fija y repite el ritual de la ofensa o del daño y, por otro lado, permite «cumplir» con el pasado y pasar página sin elaborarlo críticamente. Cuando las sociedades tienen prisa por pasar página sin un proceso de autocrítica, se hace muy fácil esconder la realidad: detrás de un relato manipulador, detrás del eufemismo que previene que cierto tipo de realidad (en este caso el terrorismo de ETA) tenga una presencia en el lenguaje y, por tanto, en el relato. También se hace fácil aislar a las víctimas, haciendo de su conmemoración eventos aislados y puntuales, sin integrarlas al debate público sobre el pasado. Esos eventos puntales ofrecen la oportunidad de tener una compasión reactiva, de asumir fácilmente la identificación con ellas y por tanto caer en el sentimentalismo. Pero que nos identifiquemos con las víctimas no nos hace mejores, sino que nos facilita situamos en la posición del «bueno» y del «inocente». Pero volviendo a Reyes Mate y su artículo: destapa, con su habitual lucidez, la lógica perversa del discurso de la izquierda abertzale por la cual se exige el olvido, «poner el contador a cero» para conseguir la «superación del conflicto», que se haga tabla rasa con «todas las víctimas». Pero los que han asesinado, extorsionado y amenazado a sus convecinos por pensar de forma diferente no pueden ser parte acusadora de otros perpetradores. Reyes Mate señala algo con lo que estoy absolutamente de acuerdo: se debe intentar reparar lo reparable (a través de la justicia y lo que se pueda lograr con medidas reparadoras para las víctimas de cualquier violencia), pero también hacer memoria de lo irreparable: recordar el relato del daño para que no se establezcan versiones tergiversadas del pasado reciente.
Esto nos lo recuerda también el artículo de Martín Alonso, del cual he admirado la claridad con la que defiende una memoria ética que encare la historia de violencia de ETA. Con él coincido en la crítica al eufemismo, en la obligación de llamar a las cosas por su nombre. Hay realidades innegables: hemos vivido bajo la amenaza del terrorismo y de aquellos que han defendido su proyecto político; ha habido asesinatos; parte de la sociedad vasca hemos contribuido, por acción o por omisión, al clima de aislamiento (en el mejor de los casos) o persecución (en el peor) de aquellas personas contrarias al proyecto político del nacionalismo etnicista. Esto es realismo y es conciencia ética del pasado, no es ni rencor ni ganas de obstaculizar «el proceso». Alonso arguye que por muchos años en Euskadi se ha cometido la peor de las perversiones contra las víctimas: que «las víctimas del terrorismo [etarra] son victimadores de la patria, seres superfluos o daños colaterales», mientras que se ha construido y se sigue construyendo un relato en el que la verdadera víctima es «la nación vasca y sus representantes por excelencia, los gudaris o combatientes abertzales» (120). Nos recuerda, por si a alguien se le olvida, que también el nacionalismo moderado lleva décadas apoyando este discurso excluyente y re-victimizador. De Arzallus desentierra las palabras con las que hablaba de las víctimas que se quejaban del acoso: «su actitud es ‘poco varonil’, o ‘le echan una piedra a uno del PSOE y parece que se le cae el mundo’, según pregonó en el Aberri Eguna a los dos meses del asesinato de Fernando Buesa y [su escolta] Jorge Díez» en el año 2000 (122). A esto añadiría la famosa y brutal anécdota de cuando el lehendakari Ibarretxe fue a visitar al hospital a José Ramón Recalde, después de que un miembro de ETA le disparara a bocajarro en la cara y le saltara la boca por los aires. Ibarretxe, a los pies de su cama, defendió lo maravillosa que es la vida en Euskadi, mientras que cuentan que desde su cama Recalde gesticulaba intentando protestar ante tanta ¿estupidez? ¿maldad? ¿delirio?.
Martín Alonso, como Reyes Mate, habla de la invisibilidad de las víctimas de ETA en la sociedad vasca hasta recientemente, a lo que añade que «de la invisibilización se ha pasado a la indiferenciación, del negacionismo crudo a un negacionismo posmoderno que distribuye solidariamente las responsabilidades» (124). Acusar a los otros de también haber asesinado no aligera ni disminuye las responsabilidades de lo propio. Los crímenes del GAL, la tortura y los casos de represión por parte de las fuerzas de seguridad del estado son innegables, inexcusables y exigen reparación. También creo que la política de dispersión de presos es, más allá de la discusión sobre su vigencia legal, un castigo innecesario a las familias afectadas. Pero esa realidad no quita peso a la violencia de ETA y su entorno, no borra el pasado, no da carta blanca, no pone el contador a cero.

Manifestación por la libertad de Jose María Aldaia (secuestrado durante 347 días), detrás la contramanifestación abertzale. Fuente: Informe Foronda
Alonso nos recuerda que en nuestra tierra, en esta Arcadia vasca que defienden los Ibarretxe, han pasado cosas muy graves, que la crueldad con la que se ha tratado a las víctimas y su entorno ha sido feroz, no ya por parte de las instituciones, sino también del conjunto social. Un repaso de barbaridades: Cuando Julio Iglesias Zamora estaba secuestrado, para contrarrestar la campaña del lazo azul de Gesto por la Paz, los borrokas hicieron «la contracampaña del lazo verde, acompañado de la pegatina ‘Julio paga’«; no nos podemos (o no deberíamos) olvidar esas contra-manifestaciones en respuesta a las que se organizaban para protestar contra secuestros o asesinatos, en las que los pro-etarras llamaban asesinas a las viudas de los asesinados o pedían la libertad del pueblo vasco frente a la de la persona que agonizaba en un zulo; ahí estaban las pintadas amenazantes en nuestros pueblos, la quema de coches, casas y negocios particulares de concejales del PP o del PSOE, la negativa continuada a condenar asesinatos y secuestros por parte de los representantes de Herri Batasuna y todas sus posteriores marcas.
Voy a reproducir aquí la cita con la que Alonso cierra su artículo:
«Algunos hemos tardado demasiados años en llamar asesinatos a los asesinatos. Otros hacen aún difíciles equilibrios, retorcidos juegos de palabras y complicadas charadas parapolíticas para no llamar a cada cosa por su nombre y para evitar el choque inevitable con el militarismo etarra en nombre de una sociedad civil y democrática. Al fin y al cabo, ETA es muy nuestra. ETA es vasca y lucha por el pueblo vasco […].»
Si no fuera un artículo de Luciano Rincón, que murió en 1993, pensaría que se ha escrito ahora, ayer, hace cinco años. Pues no, lo publicó en El País en 1983. Me ha estremecido pensar que hace más de treinta años la cosa estaba tan clara para algunos y tan poco clara para otros. En ese sentido, las cosas no han cambiado demasiado. Pero cientos de personas han muerto desde que Rincón escribió ese artículo. Cientos. Y parte de la sociedad vasca, todavía, no es capaz de llamar asesinatos a los asesinatos, asesinos a los asesinos.
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