Girl, you are Hispanic

Cuando estaba a punto de acabar la carrera de Historia en la Universidad de Navarra yo no sabía muy bien qué hacer con mi vida. Quería escribir una tesis doctoral sobre el anarquismo cubano finisecular (en aquellos años, eso significaba final del siglo XIX), pero después de sufrir cinco años de Opus, había descartado la idea de continuar ahí el doctorado. Además, el único profesor del departamento de historia que me apreciaba me confirmó lo que yo ya sabía: que nadie del departamento iba a apoyar mi candidatura ni querer trabajar conmigo en un tema así, a pesar de haber acumulado unas cuantas matrículas de honor durante la carrera. También me dijo que habiendo hecho la licenciatura en el Opus (él diría la Obra), no iba a ser fácil entrar en un programa de doctorado en otra universidad, particularmente una pública, que era lo que yo buscaba. Me propuso una tercera vía: irme a Estados Unidos por un año, a la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, con la cual Navarra había empezado un intercambio de estudiantes de doctorado entre los respectivos departamentos de hispánicas. Era el primer año que se hacía. No sé si por librarse de mí (esa es mi teoría) o porque no encontraron a nadie mejor (seguro que haberlo, lo había), me ofrecieron el puesto, a pesar de no ser filóloga. Yo sopesé los contras (no saber inglés salvo lo que aprendí en el instituto y una Erasmus desaprovechada en Birmingham); irme al Imperio, cuando yo lo que quería era irme a Cuba; separarme del novio, las amigas…) y los pros (encontrar un medio de vida por lo menos para un año, ver mundo, aprender inglés…). Ganaron los pros: el último año de carrera había estado trabajando de camarera para salir del paso y la universidad americana me ofrecía un buen estipendio a cambio de dar clases de español, no estaba mal aprender un poco de inglés, y desde allí podría solicitar entrada a programas de doctorado en España. Pensé que antes de darme cuenta habría pasado el año. Un 11 de agosto de 1997 aterricé en el aeropuerto de Durham, North Carolina.

chapelhillpostcardNada más llegar tuve que rellenar una cantidad infinita de papeles para la universidad. En parte por mi culpa porque los había hecho todos al revés. Fue una de las primeras lecciones de humildad que recibí: yo, que pensaba que lo sabía todo, desde que llegué no paraba de sentirme ignorante e incapacitada. O más bien idiota. Dentro de ese paquete de lecciones exprés hay una que recuerdo vívidamente porque me reubicó en el mundo, concretamente en el mundo estadounidense. Era una de esas primeras mañanas en las que iba al departamento de Romance Languages a rellenar formularios. El personal administrativo de la oficina hablaba exclusivamente en inglés. Y ahí estaba yo, intentando entenderme con Pam, una mujer afroamericana de unos treinta y tantos años que demostraba conmigo una paciencia conmovedora. Me entendía con ella como podía, o sea, con señas y con mi inglés macarrónico. Uno de los formularios que me dio Pam estaba lleno de cajitas referentes a género, raza y etnicidad. Ahora estamos más acostumbrados a ese lenguaje, pero en 1997 en España no pensábamos en esos términos. Me quedé mirando el papel y las casillas donde se supone que yo tenía que poner una X: Black, White, Hispanic, Native American, Other… No sé si había alguna más. El caso es que yo no me decidía. ¿Qué era? Poner la cruz en «White» me daba repelús: ¿blanca yo? Declararme blanca era escoger el bando de los opresores (leer a Malcom X tiene sus consecuencias) y, además, mirándome la piel me daba cuenta de que sólo me separaban de Pam un par de tonos de color. ¿Hispanic? Me sentía usurpadora. Yo sabía que en EE.UU. ser hispano era sinónimo de ser latino, y como española no creía tener derecho a declararme «Hispanic». Y no, no se me pasó por la cabeza marcar «Other» y añadir «Basque». Pam me miró fijamente y me preguntó muy seria «Any problems?». Yo me encogí de hombros y le señalé el papel. Ella me miró de arriba abajo, se puso la mano en la cadera, inclinó la cabeza hacia un lado y me dijo «girl, you ARE Hispanic». Me lo dijo de tal manera que me avergonzó no haber señalado la casilla yo solita.

Muy pronto entendí por qué Pam fue tan vehemente. Empecé a notar que, a nada que salía del entorno universitario, la simpatía que despertaban mis intentos de comunicación desaparecía. Si iba a un supermercado y no entendía al señor blanco de los fiambres o a la cajera blanca, su reacción iba desde el hartazgo al desprecio más absoluto. A veces no me hacía falta ni siquiera hablar para notar el desdén, las malas miradas, el gesto rudo. matriculaconfederadaEn una de mis primeras excursiones por la zona me empecé a dar cuenta de dónde estaba realmente: banderas confederadas colgaban a la entrada de muchos bares, las mismas banderas adornaban los parachoques de los pickups, los barrios se dividían en blanco, negro e hispano, algunos restaurantes también.

Pronto me enteré de que la comunidad hispana en esos años había aumentado de manera astronómica, que había muchísimos mexicanos y centroamericanos trabajando en los campos del tabaco y de la marca de pepinillos Mt. Olive, no muy lejos de donde se asentaba la torre de marfil de Chapel Hill y en condiciones de trabajo deplorables*. Ahora entendía todo: claro que yo era Hispanic. Para quien no supiera que yo era Edurne Portela, aspirante a un doctorado, no era más que una chica «marrón» de pelo negro y ojos oscuros; para algunos, una «wetback», una «espalda mojada» ilegal como cualquier trabajadora del tabaco o chica de la limpieza y, por tanto, para algunos, un ser inferior. Y me gustó. Me gustó poder salir de esa torre de marfil y ver las cosas tal y como eran realmente; me gustó que el privilegio de venir de España con una educación superior y una visa de estudiante funcionara única y exclusivamente en el recinto al que ese privilegio correspondía y que, una vez fuera de la burbuja y debido a mi aspecto y mis problemas de comunicación, se me concediera otra prerrogativa: ver y sentir la realidad sin filtros profilácticos. Aprendí entonces que la aseveración de Pam iba a ser esencial para entender la forma en que iba a ser interpelada (por lo menos a priori) en ese país. Y que había adquirido, sin comerlo ni beberlo, una identidad étnica, y no precisamente la de los opresores. La cajita estaba marcada.

*Durante mi estancia en Chapel Hill, Mt. Olive se vio involucrada en un escándalo por violación de derechos humanos: un trabajador ilegal de origen mexicano murió en uno de sus campos mientras trabajaba. A pesar de estar sangrando por la nariz y mostrar evidentes muestras de deshidratación y desorientación, no recibió atención médica. El hombre debió vagar sin rumbo y su cuerpo fue encontrado diez días después de su muerte dentro de la plantación. Este abuso tan fundamental de derechos humanos que a muchos recordó a la época esclavista salió a la luz, hubo protestas e intentos de boicot a la compañía, pero nada cambió para Mt. Olive. Si te interesa el tema y quieres leer más, pincha aquí y aquí.