No me cuesta reconocer que soy una persona miedosa. A mis 45 años hay temporadas en las que sufro terrores nocturnos. Soy incapaz de ver una película de terror y de leer literatura relacionada con posesiones satánicas o espíritus malignos. La profecía de Richard Donner me causó incontables horas de insomnio. Mi límite está en Drácula de Bram Stoker y en su versión cinematográfica de Francis Ford Coppola. Los seres sobrenaturales me dan muchísimo miedo, a pesar de ser atea. Será mi mitad gallega que me dice que haberlos haylos. Tengo miedo al dolor. No tanto al dolor físico, sino a ese dolor que anticipo por la pérdida de seres queridos, algunos de los cuales posiblemente se irán de esta vida antes que yo, tengo miedo a que la persona a la que más amo sufra o desaparezca. También miedo a una vejez indigna, a que se me acabe el trabajo (aprovecho, por cierto, para decir que no vivo de ninguna subvención), a enfermedades mentales. Tengo miedo a las arañas. Tengo miedo a la ignorancia y al odio. Seguir leyendo.