Este artículo ha sido publicado el 18 de septiembre en El Correo. Lo reproduzco íntegramente, añadiendo varios enlaces de interés.
1982. Un niño de tres años en una capilla ardiente con cuatro ataúdes. Al lado de su madre, a su lado, hay hombres uniformados. Es el funeral de su padre y de otros tres policías nacionales. ETA los ha asesinado, pero el niño es demasiado pequeño para entender quiénes son los asesinos, por qué han matado a su padre. Un policía de la misma patrulla desfila frente a los féretros. El niño se fija en él porque está desencajado, tiene mal aspecto. Al día siguiente ese hombre va a acompañar el dispositivo que llevará a uno de los fallecidos a Sevilla. Hay testigos que dicen que estaba animado —a pesar de las circunstancias— porque así podría acercarse a su pueblo natal. Nunca lo hará. Durante el almuerzo del mismo día del viaje, le arrebata el arma reglamentaria a un compañero y se pega un tiro. «Síndrome del Norte», dicen algunos para explicarlo. El niño sí viajará en un avión con su padre muerto, su madre destrozada, un montón de gente que él no conoce. Uno de los pocos recuerdos que tendrá de ese viaje es la impresión que le causa la madera del ataúd chocando contra sus pies. Hace siete años se enteró de que a su padre lo había asesinado un comando de ETA.
Si han seguido las noticias de los últimos días, sabrán que ésta es la historia de José Miguel Cedillo, presente en los medios debido al homenaje que el pasado 15 de septiembre ha realizado en Errenteria a su padre, Antonio Cedillo, con la colaboración del ayuntamiento liderado por el alcalde de EH-Bildu Julen Mendoza, ya conocido por su constante actividad a favor de la convivencia. La historia de José Miguel Cedillo y la colaboración de éste con Julen Mendoza para rendir homenaje a su padre da pie a una reflexión sobre dos cuestiones fundamentales cuando pensamos en la convivencia en Euskadi: por un lado la herencia del trauma y la condición de víctimas de los huérfanos de ETA (y habría que añadir también los huérfanos de otras violencias, como la de los GAL, grupos de extrema derecha o abusos policiales) y por otro lado la necesidad de construir la convivencia fuera de los mecanismos del rencor.
Los discursos de Mendoza y Cedillo durante el homenaje nos dan algunas claves para entender estas dos cuestiones. Cedillo señala la necesidad de blindar a la siguiente generación del rencor, recuperar un espacio, Euskadi, donde sus hijos y nietos «desde hoy nunca se sentirán extraños, a la que podrán acudir sin miedo y en libertad» y con ese espacio también desarrollar una memoria sanadora, en la que se otorgue sentido al «borrón en el mapa físico y de mis emociones que ha sido esta tierra durante más de treinta años». Cedillo recalca su condición de «huérfano de ETA», «víctimas de la segunda generación que estamos fuera de la ley de solidaridad» y pide «a los responsables políticos que con urgencia hagan que esta herida se cierre en firme». Cedillo sufre graves secuelas psicológicas que no han sido reconocidas como consecuencias del asesinato de su padre, con lo que se ha sentido abandonado por las instituciones, como muchos hijos de la violencia. El tema de los hijos sólo ahora está empezando a cobrar cierta relevancia, pero es urgente que se trate con la seriedad y profundidad que merece para poder entender y abordar las secuelas traumáticas y su posible transmisión a futuras generaciones. En todas las sociedades que han sido atravesadas por una violencia profunda y duradera como en Euskadi el daño no acaba con aquellos que la sufren directamente. Sobre el resto de la sociedad, las instituciones y la clase política descansa la responsabilidad de que ese sufrimiento no se reproduzca y se transmita a través del rencor o el espíritu de venganza, que estas víctimas también se tengan en cuenta en los procesos de verdad, justicia y reparación. Y aquí es donde creo que actuaciones como la de Julen Mendoza y algunos colectivos de víctimas —pienso en las propuestas del colectivo Eraikiz que también engloba a víctimas de la violencia de Estado— son fundamentales ya que insisten en no transferir las secuelas de la violencia a la siguiente generación, en asentar la convivencia a partir del conocimiento, la justicia, el respeto a todas las víctimas, la deslegitimación de todas las violencias.
Julen Mendoza habló de este tipo de actos como micro-procesos a favor de la convivencia. Son actos restaurativos que ayudan a desarrollar la empatía, facilitan la reflexión e invitan a preguntarnos qué es lo que cada uno podemos hacer para ayudar a sanar el dolor y construir una sociedad en la que seamos conscientes de nuestro pasado, del sufrimiento vivido, de las secuelas de la violencia. Estas actuaciones son un ejemplo del camino a seguir por la izquierda abertzale para deslegitimar la violencia de ETA y frenar su herencia contaminada. También es un claro mensaje para aquellos grupos políticos —léase PP y Ciudadanos— que insisten en reproducir las dinámicas de odio, rencor y venganza propias de otros tiempos.
La convivencia se fundamenta a través de la memoria, el reconocimiento y la asunción de responsabilidades. Contener el trauma en la generación que lo sufre es casi imposible, pero cuando las mismas víctimas y las instituciones que las apoyan promueven una cultura de paz fuera de los mecanismos del rencor se hace más viable.