Domingo por la mañana. Último día de la Feria del Libro de Madrid. Estoy sentada en una caseta, mirando a la gente pasar. Auguro una mañana tranquila, a pesar del río humano que atraviesa la feria. Me pregunto si quedará alguien ahí fuera que todavía quiera un ejemplar dedicado. Se acerca una mujer sonriente. Me dice que no puede llevarse ningún libro porque ya ha leído todos. Me confiesa bajito que lo que escribo le ayuda. Es tímida. Yo también, y por eso me da apuro preguntarle en qué sentido. No es desinterés, es pudor. Hablamos unos minuto :)s. Nos despedimos. Me quedo con la impresión de no haber estado a la altura. Me pasa a menudo con las personas desconocidas que se animan a compartir algo de su intimidad y yo no sé muy bien hasta qué punto les incomodaré si pregunto. Vuelvo a la tarde a firmar. La última tarde. Estoy cansada pero contenta. Ha sido una feria espléndida, los libreros y libreras me cuentan lo mucho que han subido las ventas. Hoy es día de paseo más que de compra, pero hay alegría en mi caseta, ganas de conversar. Mis libreros son licenciados en Filosofía y lectores voraces, hablamos sobre la ética de Spinoza y me recomiendan lo último de Byung-Chul Han. A media tarde veo que E. S., la mujer que me ha visitado a la mañana, se acerca a la caseta. En su mano hay una bolsa morada. La extiende, me dice que antes se le ha olvidado dármela y, sin dejarme tiempo a reaccionar, se despide y desaparece en la multitud. En el interior de la bolsa hay una botella de txakoli envuelta en una carta. Seguir leyendo
*La fotografía no es de E.S., es con mi tocaya Edurne