Las caras de Alepo

Publicado en El Correo el 23 de diciembre de 2016

Es desgarrador. Te miran desde el otro lado de la pantalla con tristeza, desesperanza, algunos con indignación e incluso reproche. Son los hombres, mujeres, niños y niñas sitiados en la zona este de Alepo. Se graban con sus móviles, con sus ordenadores, y cuelgan sus mensajes en el ciberespacio con la intención de interpelarnos, de hacer llegar su dolor a estas latitudes cómodas y lejanas. En muchos de los vídeos sólo vemos sus caras, en otros, como los de Wissam Zarqa, un profesor de inglés residente en la zona sitiada, vemos la destrucción total causada por los bombardeos indiscriminados del gobierno sirio y el ejército ruso. En uno de los vídeos que colgó a principios de diciembre, rodeado de ruinas nos dice «la victoria de Rusia parece que se hará sobre nuestros cuerpos», dando a entender que la toma de esa parte de la ciudad llevaría consigo la aniquilación de sus habitantes. Y no le falta razón. Sólo desde mediados de noviembre han muerto en esta ciudad más de 600 víctimas civiles (entre ellas se estima que unos 100 niños). Recientemente la ONU ha denunciado que el gobierno sirio ha practicado ejecuciones sumarias de civiles, entras las que se encuentran mujeres y niños. Y lo que nos queda por saber.

Miro los vídeos repetidamente. Mientras escribo esto pienso que la guerra puede dejar de ser noticia de la noche a la mañana, que nos podemos olvidar de Siria en cuanto comience otra tragedia, que este horror ya lo hemos visto antes. Pero también pienso que esos testimonios siguen y seguirán ahí, en el ciberespacio, recordándonos aquello que insistimos en no ver, haciendo presente, cada vez que demos al play, que ésta ha sido su vida en Alepo: el horror de la violencia, el miedo a la muerte inminente, la desesperación de los que se sienten abandonados por una comunidad internacional indolente. Acompaño a Wissam Zarqa por las calles desiertas llenas de escombros y edificios derruidos mientras escucho su voz describiendo eso que antes era una calle llena de vida y en la que ahora sólo hay ruina. Como banda sonora, en su vídeo escucho la intermitencia de las bombas en la lejanía, o a veces tan cercanas que no se oye su voz. Nos dice «uno no puede evitar asustarse, ¿verdad?». Y sí, yo me asusto mientras lo acompaño. En otro fragmento nos explica, frente a una casa ardiendo, que es imposible buscar cobijo durante un bombardeo porque no hay lugar donde esconderse. La destrucción es total. Abdulkafi al-Hamdu, también profesor de inglés, nos pide, en un vídeo en el que sólo le vemos la cara, que hagamos algo por Alepo, por su hija. Mira a la cámara mostrando su desesperación, su vulnerabilidad, su miedo. También lo hace Lina Shamy, una joven activista que, mirándonos a través de unas enormes gafas que en otro contexto nos harían sonreír ante esta muchacha empollona, hoy nos habla de genocidio en la ciudad y de la ubicuidad de la muerte. Bilal Abdul Kareem, un periodista independiente, se graba a punto de cepillarse los dientes mientras oímos la detonación de las bombas y vemos cómo la onda expansiva hace temblar las paredes de su casa. Para él, es «un día más en Alepo». La niña de siete años Bana Alabed, con un pijama rosa y entre dos peluches nos dice en su inglés rudimentario «buenos días desde Alepo, todavía estoy viva»; asomada en la oscuridad de una ventana y tapándose los oídos nos increpa «hola, gente, ¿podéis oír esto»? En la lejanía resuena una bomba. Y abrazándose a sus hermanitos nos promete «viviremos por siempre jamás». Hay cientos de vídeos de civiles que han estado documentando esta guerra, pidiéndonos ayuda, compartiendo con nosotros la cotidianeidad de su horror. Y no dejo de preguntarme cuántos de ellos hoy estarán muertos.

Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás explica que cuando comenzó a realizarse fotografía de guerras o conflictos, se pensaba que la imagen que mostraba una realidad dolorosa traía esa realidad más cerca, y así el espectador podía sentirla más. Pero en un mundo como el actual está claro que, ni una fotografía tan dolorosa como la de un niño masacrado por una bomba ni los vídeos de los que estoy hablando, dan pie a una reacción empática. Vivimos en una cultura en la que el shock se ha vuelto un estímulo para el consumo y una fuente de valor. Pero el shock no causa empatía, entendida como la explicara la filósofa Martha Nussbaum, como una reconstrucción imaginativa de la experiencia del otro. La empatía requiere reflexión y un ejercicio por el cual nos ponemos en el lugar de aquél que sufre, haciéndonos responsables de su sufrimiento. Y está claro que en este conflicto, como en muchos otros (algunos bien cercanos), no hemos pasado del shock. Las caras de Alepo nos hablan con indignación, tristeza o desesperación, nos muestran unos ojos en los que sólo hay dolor, nos contextualizan la destrucción, nos hacen ver, con más profundidad, la dimensión del espanto.

Y sin embargo, ¿cuál ha sido nuestra respuesta? En el mejor de los casos se nos encoge un momento el corazón. En el peor, nos encogemos de hombros y en pocos minutos hemos olvidado esa cara que, para entonces, es posible que haya sido masacrada por una bomba.