La Euskadi llena

laespanavaciaEn los últimos viajes me he llevado como lectura principal el ensayo de Sergio del Molino La España vacía: Viaje por un país que nunca fue. Durante los recorridos en tren por el triángulo Bilbao-Madrid-Barcelona, sólo tenía que sacar la cabeza del libro para ilustrar, mirando a través de la ventanilla, lo que iba descubriendo página a página. Ha sido una de las lecturas más interesantes, reveladoras y placenteras que he hecho en los últimos tiempos.

Recomiendo este ensayo por varios motivos: es un análisis detallado e inteligente de los tópicos que, a través de nuestra producción histórica cultural (el Quijote, Requiem por un campesino español, las fantasmagorías románticas del Moncayo de Bécquer, la literatura noventayochista, la película de Buñuel Viaje a las Hurdes, así, por decir a botepronto algunas de las que él habla), se han creado sobre la España rural; es una nueva mirada, generosa y empática, de la España que se ha ido vaciando durante siglos, de su historia y sus habitantes pasados y presentes; es una reivindicación de ese espacio, que cubre la mayoría geográfica de nuestro país, y que llevamos dentro de nosotros, tanto en nuestros mitos y memorias heredadas como en nuestros deseos de pertenencia. Es, en definitiva, un ensayo que abre los ojos a esa parte de nuestra cultura y nuestra historia (sentimental, política, social) de la que, según el mismo autor, hemos renegado con un «autoodio» incomparable en otros lugares de Europa. Del Molino presenta todo esto con una nueva forma de observar, reflexionar y contar, algo que él ha señalado de contemporáneos suyos que estamos escribiendo libros «que tienen poso de ensayo y primeras personas narrativas fuertes, […] que comparten un anhelo de comprender. No de demostrar nada ni de ajustar el mundo a unas tesis. Ni siquiera se busca arreglar ese mundo. Hay una mirada que mira, y que puede juzgar al mirar, pero no se agota en el juicio.» El suyo no es un ensayo de tesis y no necesita serlo. Es un libro que invita a reubicarnos y repensar (en) España fuera de las ideologías heredadas. Y lo consigue, que no es poco.

 A aquellos que hemos vivido en contextos nacionalistas, este libro nos puede ayudar a entender nuestra relación con esa historia común (que en el párrafo anterior llamo «nuestra», por considerar que la historia de España es también mía, aunque mis vivencias poco tengan que ver con las de un extremeño de, por ejemplo, Valdecaballeros). Y también creo que, desde estos mundos periféricos con sus propias peculiaridades, la visión de Sergio del Molino no es sólo válida, sino que nos invita a pensar sobre nuestro futuro en relación al resto de España. A mí, mujer de la periferia y, según algunos, con una fuerte «identidad» vasca (por la forma de hablar, de comer y de comprar pescado, sobre todo) me inspiró las reflexiones que voy a intentar poner en orden a continuación. A ver si lo consigo.

Sergio del Molino habla del Gran Trauma como el fenómeno migratorio del campo a la ciudad que se produce, en grandes oleadas, entre aproximadamente mediados/finales de los 40 y finales de los 60 del siglo XX, cuando Madrid, por ejemplo, pasó de tener un millón de habitantes a tres millones. Muchos de los que ahora estamos rondando la cuarentena, como Sergio del Molino (1979) o yo misma (1974) somos hijos de esa migración. Yo soy hija de padre gallego y madre vasca. Mi padre nació en 1940 en un pequeño pueblo del interior de Lugo, el mayor de 6navallos hermanos. Iba a una escuela en la que había una sola clase, con niños y niñas de todas las edades. Ahí no se podía aplicar la separación de géneros franquista porque no había ni suficientes maestros ni espacio para hacerlo. Mi padre era un chico listo y tuvo la suerte de tener un maestro perspicaz y voluntarioso que consiguió, con el beneplácito de mis abuelos, que mi padre recibiera una beca para estudiar con los jesuitas en Barcelona. Con doce años recién cumplidos y hablando más gallego que castellano, llegó a Barcelona. Su primer encuentro traumático fue con el tranvía, que le pegó un susto de muerte cuando el pobre creyó que una casa en movimiento se abalanzaba sobre él. Después habría alguno más, pero a mi padre le gusta más recordar el mundo de posibilidades que le abrió vivir el resto de su niñez y adolescencia en la gran ciudad. Allí consiguió una educación que le sirvió para después establecerse en Bilbao, ir a la universidad de Deusto y traerse a sus cinco hermanos pequeños y a su madre, ya viuda. Nunca volvió a vivir en ese pequeño pueblo y nunca ha tenido intención de volver. Al contrario que otros familiares, sumidos en una continua morriña, mi padre nunca ha hablado del pueblo con nostalgia.

Conoció a mi madre con veintipocos años y, cuando ella tenía 21, se casaron. Mi madre provenía de una familia vasca y nacionalista: mi abuelo gudari, mi abuela siempre fiel al PNV. Mi abuelo murió poco antes de que mis padres se casaran, pero parece que estaba encantado con su futuro yerno. Era honrado y trabajador, como buen gallego, y para él eso panorc3a1mica-ac3b1os-50-2era suficiente. Mi abuelo había trabajado en la Naval, donde, como en todas las industrias de la margen izquierda, había habido conflictos entre los trabajadores vascos y los inmigrantes que iban llegando. Cuando los trabajadores hacían una gran huelga, como la de 1947, la orden de los representantes de Franco era «importar» trabajadores de otras regiones españolas para sustituir a los rebeldes. Mi madre todavía recuerda los tres meses que mi abuelo pasó en casa a costa de una de estas huelgas, ya en los 60, posiblemente la última en la que participó. Y cuando se jubiló, mi abuelo volvió a salir a la mar a pescar, que era su pasión. Murió de una enfermedad pulmonar en 1966. Mi abuela, por su parte, era mucho más dura con los «maketos» o «coreanos», como ella los llamaba. Habían venido a Euskadi a quitar el trabajo a «los de aquí» y, según ella, no querían nada a «esta tierra». Pero mi abuela tenía sus contradicciones. Cuando era ya muy mayor y se volvió más propensa a compartir conmigo sus historias, me contaba que de joven se escapaba a bailar a la Casa del Pueblo de los socialistas (la mayoría inmigrantes) porque tenían mejores músicos y los chicos bailaban mejor. Como se quedó viuda justo antes de que mis padres se casaran, decidieron que se fuera a vivir con ellos. Cuando llamaba a casa mi otra abuela, enseguida pasaba el teléfono diciendo: «redios, no entiendo nada a esta mujer», a pesar de que mi abuela hablaba castellano (eso sí, con fuerte acento gallego). Nunca supe si de verdad no la entendía o si era una forma de recordarnos a todos su inconformidad ideológica con el hecho de tener al enemigo en casa. Mi abuela adoraba y respetaba a mi padre, a pesar de todo, pero a sus nietos nos repetía que, por favor, no nos casáramos con otro «coreano». No diré que fuera por llevarle la contraria, pero dos de tres acabamos repitiendo la historia de mi madre. Y ella vivió para verlo.

Lsardinerasa margen izquierda (es decir, los pueblos que van de Santurce a Bilbao, como dice la canción) está llena de historias como ésta. En nuestra casa los comentarios de la abuela sobre «los de fuera» los tomábamos como una exteriorización más de su carácter duro, como una consecuencia de las penurias que pasó durante la guerra civil, las barbaridades que vio durante el primer franquismo. Pero tal vez porque mi madre había visto la bondad de su propia abuela con todos los inmigrantes que llegaron a Santurce en generaciones anteriores (debía ser una mujer generosa que ayudaba a todo aquél que veía en peor situación que ella); o porque mi abuelo siempre había sido un hombre solidario con los trabajadores de cualquier origen, que ese rechazo a «los de fuera» de mi abuela era, para nosotros, una más de sus rarezas. Mi padre no se lo tomaba en serio (o por lo menos, no lo exteriorizaba) y por suerte, nosotros no lo internalizamos. Igual por pertenecer a una familia «mixta», igual por tener un padre bastante despegado de sus orígenes, igual por tener una familia materna nacionalista, crecí con la naturalidad del que siente que pertenece. No hablábamos euskera en casa (se perdió en la generación de mis abuelos), pero no hablarlo en la margen izquierda no era un problema. Era la norma. Salvo los chavales que iban a ikastolas, poquísima gente lo hablaba en estos pueblos.

Y, según escribo esto, pienso que debe haber algo sospechoso en esta historia. En que yo me he beneficiado de una prerrogativa que ni siquiera debiera existir. Y que en otros casos, ese sentido de pertenencia y esa asimilación no ha sido tan fácil o indolora. Cuando la pareja eran los dos «de fuera», cuando no tenían una historia a la que arraigarse, cuando llegaban a Euskadi con una mano delante y otra detrás, entonces sí, entonces se producía el aislamiento. Y, en ese aislamiento, muchos inmigrantes se aferraron a la nostalgia del pueblo, de la paz perdida en Burgos, Cáceres o Córdoba, a donde regresaban todos los años a veranear. Pero cuanto más al sur, y cuanto más fuerte el acento andaluz, más grave el estigma, más difícil la integración. Sobre todo porque, con los años, empezaba a haber sospecha de que toda esa gente del sur eran o policías o guardias civiles o algo parecido. Era difícil, con ese acento, negar ser un «español de mierda».

Hay gente que se sorprende de que muchos etarras tengan apellidos castellanos. En parte, la explicación igual está en ese Gran Trauma que analiza Sergio del Molino. Del Molino sng04habla de los heavies del extrarradio de Madrid, aquellos que abrazaron la estética agresiva y los modales macarras haciendo del barrio de la periferia, a donde habían llegado sus padres de la España vacía, una especie de nueva identidad de pueblo de la que sentirse orgulloso. Aquí ha habido una vuelta de tuerca más. El hijo del inmigrante que ha sido estigmatizado reaccionará reafirmando su nueva identidad con la mayor vehemencia, rechazando el legado de los padres y abrazando la identidad del grupo más agresivo. La herencia como estigma. La nueva identidad como superación, por la fuerza, de ese estigma. El apestado puede serlo no solo por los orígenes humildes y el olor a campo (como señala del Molino en aquél Lavapiés de los años 50 y 60), sino que se puede dar el caso (como en algunos entornos de Euskadi) que represente una amenaza para la coherencia social de un proyecto totalitario. Lcartellcedoc_4012a izquierda abertzale fue muy inteligente al convertir el euskera y el «sentimiento vasco» en agentes aglutinadores del «Pueblo Trabajador» (vasco, claro). Así, esos hijos de padres estigmatizados por sus orígenes abrazarían la causa sin tener que someterse a un examen craneal, sin tener que enseñar la lista de apellidos, o hacerse un análisis de sangre. La cantera del desarraigo es rica y profunda.

Sergio del Molino acaba su ensayo con una reflexión sobre la idea de patria, en la que aboga por una «construcción de identidades originales desde la ciudad con una mirada a los mitos heredados, que se reconstruyen y se reinventan con una libertad enorme.» Es una patria que se levanta «sobre silencios, carraspeos y álbumes de familia. Más que una patria es un aire. Y creo que es lo más parecido a un patriotismo eficaz (y no militarista de estandarte y berrido) que ha vivido España en siglos» (228). También nos dice que «somos esa España vacía, estamos hechos de sus trozos. Es la única forma plausible de patriotismo que queda para un español» (248).

Tal vez esa sea también la única forma en que las periferias nacionalistas puedan aceptar una suerte de «españolidad» y abrir camino a una convivencia desde el respeto hacia el otro. Muchos de nosotros, con rasgos de identidad vasca (más allá de cómo pensemos políticamente) también estamos habitados por esa España vacía, también somos hijos del Gran Trauma. En nuestro caso, el rechazo a ese pasado ha sido incluso mayor que en otros lugares del país y ahora quedan las ruinas de esa memoria ninguneada o destruida por la violencia del nacionalismo excluyente. Muchos hijos hemos negado el origen de nuestros padres. A veces con naturalidad porque hemos heredado ese vacío, a veces a través de una violencia terrible. Tal vez, como parte de la reconstrucción que tenemos que hacer en la sociedad vasca, también deberíamos pensar en esta herencia y ver si nos podemos sumar a ese proyecto de construcción cultural e imaginativa que de forma tan sugerente nos propone Sergio del Molino.