Me pasa que no estoy acostumbrada a la muerte. Cada vez que muere alguien querido siento el mismo estupor, la misma extrañeza, la misma aporía ante el repentino vacío. Sé de un hombre cuya mujer murió de cáncer, poco después perdió a su hija mayor, después a su hija menor. Me pregunto cómo ese hombre vive con tanto dolor. Igual es que no vive, igual es que ha dejado de ser y meramente está. Me doy cuenta, mientras escribo, que esa primera reflexión «no estoy acostumbrada a la muerte» es una estupidez. Nadie se acostumbra a la muerte, cuanto más te visita, peor. El dolor que provoca no puede ser otra cosa que acumulativo. De eso estamos aprendiendo mucho este 2020. Seguir leyendo