Crecí en los años más duros de eso que algunos llaman “conflicto vasco” y que muchos vascos todavía no sabemos muy bien cómo llamar. Eran los años ochenta y noventa del siglo XX y yo vivía en uno de esos pueblos feos, sucios y superpoblados de la margen izquierda del Nervión, tal vez una de las zonas más conflictivas de aquella España heredera del franquismo. A aquellos años duros algunos los llamaron “los años del plomo”, normalmente refiriéndose a la violencia que venía de ETA y del entorno que la apoyaba y que permeaba nuestro tejido social. Pero el plomo no sólo llegaba de ahí. Había otros tipos de violencia: la que llaman “legítima” y que venía del Estado y sus fuerzas de seguridad y de otra no tan legítima, que venía de sus cloacas. La violencia no acababa ahí, parte del plomo tóxico y pesado que nos asfixiaba emanaba de aquella supuesta “reconversión industrial” que devastó a buena parte de la clase obrera de nuestros pueblos que no se pudo reconvertir en nada. Algunos de ellos, sobre todo los trabajadores de Astilleros Euskalduna, comenzaron una verdadera batalla de meses y la policía nacional, muy ducha ya en los enfrentamientos callejeros, hizo lo propio desde su lado de la trinchera. Seguir leyendo