Publiqué este artículo hace unos días en El Correo, edición en papel. Es una reflexión (de 5.000 caracteres y por tanto limitada) sobre lo que considero un devenir regresivo de nuestra democracia.

Desde que entramos en la vorágine de despropósitos que ha caracterizado la vida política de los últimos meses, vivo en estado de estupor, perpleja, día tras día, ante el deterioro veloz de nociones fundamentales del quehacer político democrático, como el diálogo, el respeto a la ciudadanía, la visión de futuro, la posibilidad de transformación a través de los mecanismos de la democracia y la participación ciudadana, la posibilidad también de valorar la justicia y la igualdad por encima de la legalidad vigente. Todas estas cosas que hacen de la política un servicio a la ciudadanía han desaparecido por completo del panorama. El inmovilismo y la actitud revanchista y punitiva del gobierno español ha encontrado en el mesianismo del Govern una pareja de baile perfecta. La política muere cuando se movilizan los afectos colectivos, cuando se apela a la identidad y el sentimiento para que los pueblos apoyen medidas que, sin la pasión y la razón contaminada por afectos excesivos, serían mucho más difíciles de justificar. El vocabulario político de los dos gobiernos y de los que apoyan sus medidas se ha llenado de palabras que yo creía obsoletas (traición, sedición, patria) y que los medios de comunicación reproducen sin pararse a pensar cómo está cambiando el lenguaje político y cómo afecta esto a nuestra comprensión de la democracia. Cualquier intento de reflexión profunda choca contra el muro de la valoración política inmediata. Posicionarte, cada día, a favor o en contra de la siguiente medida que se tome por parte de unos u otros impide una visión de conjunto a no ser que esa visión sea absolutamente inamovible: soberanía española o independencia catalana, por encima de todas las cosas.

Estamos inmersos en un ruido excesivo, profusión de opiniones, información, valoraciones políticas, en las que los matices se van perdiendo y las trincheras crecen en profundidad y en alambre de espino. Muchos medios de comunicación participan, reproducen e incluso provocan que la polarización política y social siga aumentando. El periodismo es un arma de intervención pública y política, para bien y para mal. A estas alturas, es imposible negar que los grandes grupos de comunicación responden a intereses políticos y que intentan implantar una interpretación del conflicto político unilateral y unívoca que responde a esos intereses. Algunos periódicos, como han reflejado sus editoriales, han estado al servicio de los intereses del pacto PP-Ciudadanos-PSOE para aplicar el 155, incluyendo, en sus primeros momentos, la intervención de los medios de comunicación catalanes. El intento de intervención de TV3 desde un gobierno que ha manipulado todo lo que ha podido los medios públicos y que incluso ha interferido en decisiones cruciales de medios privados (léase, El País) es, cuanto menos, un despropósito hipócrita. Y a pesar de que algunos defienden que nuestra democracia funciona de maravilla y muestran incluso indicadores de que así es, algunos hechos demuestran precisamente lo contrario. El director del Jueves está imputado por «insinuar» injurias a la policía nacional. Me pregunto qué medidas se tomarán contra los policías que, de uniforme y de servicio, hacen bromas homofóbicas sobre el futuro de Junqueras en prisión. Muchos seguro que rieron las gracias de los dos agentes de policía, o les pareció estupendo ese cartel que su sindicato subió a las redes sociales, en las que aparecían tachados en rojo los detenidos del Govern como si fueran los terroristas más buscados, con alguno más pendiente por tachar. Para ellos parece que Twitter es libre, mientras que otros van a la cárcel por un chiste hecho hace años. Y a todo esto, los jóvenes de Alsasua llevan en prisión preventiva trescientos cincuenta y tantos días y la Fiscalía pide una condena de cincuenta años por cabeza. Está por ver cómo acaba la imputación de los nazis de Valencia, responsables de destrozos similares a los de cualquier día de kale borroka y de propinar palizas a varias personas en base a su ideología política.

Hace, pongamos, diez años, cuando la Audiencia Nacional tenía otros asuntos de los que ocuparse (léase ETA) o la idea del referéndum catalán no estaba sobre la mesa, las cargas policiales del 1-O, el intento de intervención de medios de comunicación autonómicos, el encarcelamiento de políticos, tuiteros, humoristas o raperos, nos habrían parecido una aberración y un atentado contra nuestra libertad de expresión y nuestra democracia.

En el último artículo que escribí para este periódico, a raíz del «tirar a matar» de los Mossos que «abatieron» a los yihadistas del atentado de Barcelona, preguntaba hasta qué punto estamos dispuestos a apoyar, sin cuestionar, la actuación de las fuerzas del orden para defendernos de la amenaza terrorista. Ahora pregunto: hasta qué punto vamos a permitir que el Estado y la judicatura que tiene a su servicio mermen nuestras libertades (de todos, no sólo los catalanes) en nombre de la soberanía y de la unidad nacional. Si se paran a reflexionar un poquito, verán que las dos preguntas están bastante relacionadas.