Este fin de semana ha salido esta columna mía en El Correo. Para los que no sois de la margen izquierda del Nervión es posible que no conozcáis la historia de los gitanos de Zorroza, una comunidad marginal que en los años 80 estuvo bastante afectada por el consumo y tráfico de heroína, del que algunos de sus miembros fueron responsables. Ahora es una comunidad que se dedica sobre todo a la venta ambulante y en la que viven también inmigrantes (sobre todo subsaharianos) en condiciones precarias. Su barrio (La Landa) siempre ha sido una zona peligrosa, de pobreza y desigualdad. Hace unos días fue portada de los periódicos locales porque una de sus casas ardió y en el incendio murió un matrimonio muy joven con sus dos hijos, de uno y dos años.
VIDAS PRECARIAS

Fuente: El Correo
Pasan los días y las noticias sobre el incendio de Zorroza van desapareciendo de las páginas de los periódicos. El edificio en el que se produjo el incendio está tapiado, cerrado a cal y canto para evitar que nadie entre y se le caiga encima. Algunos vecinos están desperdigados por casas familiares, lejos de La Landa. Otros se han quedado y, tras el tumulto de las cámaras y los periodistas, vuelven a la rutina de vivir en uno de los barrios más depauperados de la margen izquierda.
La Landa parece haberse quedado suspendido en el tiempo, en un pasado de viviendas misérrimas, hacinamiento, conflictividad social e inseguridad, que nada tiene que ver con el Bilbao postmoderno y postindustrial chic del perrito del Guggen o la torre Iberdrola. Zorroza —y por supuesto La Landa— no ha entrado en esa postmodernidad que ha convertido a Bilbao en ejemplo mundial de planificación urbana y de transformación postindustrial. La Landa es ese barrio que vemos desde el tren cuando hacemos el trayecto Santurce-Bilbao-Santurce: la casa roja de tres pisos al lado del edificio de cinco plantas, la explanada donde siempre hay aparcadas varias furgonetas y donde toman el fresco los gitanos del barrio; al fondo, más casas antiguas, con sus tejados hundidos, su color grisáceo que recuerda al Bilbao de otros tiempos. De niña, allá por los años 80, recuerdo ver desde el tren a los gitanos que se agrupaban en torno a un pequeño fuego, acompañados de una cabra. Seguramente era la misma cabra que veía en Santurce los días de mercadillo, bailando encima de una lata al son de la trompeta. Hace muchos años que no la veo, ni al señor de dedos nudosos que la hacía bailar. Año tras año, desde la ventanilla del tren, he visto cómo la Ría se ha transformado, cómo han desaparecido muchas de las casas de obreros o las ruinas industriales en Baracaldo o Sestao, y se han levantado viviendas modernas, abierto zonas verdes y paseos para los vecinos del área. Pero La Landa ha permanecido ahí, con esas casas que siempre me parecieron demasiado antiguas, demasiado descuidadas, con cambios que, desde la distancia segura del tren, apenas he ido registrando. Hasta leer en las noticias que una de esas casas ha ardido, que ha muerto un matrimonio joven, su hijo, su hija.

Fuente: El Correo
Cuando ocurren tragedias como ésta, en la que las víctimas pertenecen a comunidades marginales —gitanos, inmigrantes, “otros”— algunas personas, creo que con poco sentido de la justicia social, tienden a culpabilizarlas: es que no se integran, es que a quién se le ocurre vivir en un sitio así, es que si no pagan impuestos ¿por qué los ayuntamientos tienen que protegerles?, es que… Y parecen olvidar que detrás de cada persona que vive en la marginalidad hay una historia y un contexto. No todos nacemos con las mismas oportunidades, no todos accedemos de igual manera a la educación, no todos podemos elegir dónde vivimos, con quién, cómo. Yo no sé por qué esas personas viven ahí (me imagino que muchos serán descendientes de las primeras familias gitanas que se asentaron en esa zona hace décadas y tienen ahí su comunidad), tampoco sé qué circunstancias han llevado a otros a vivir en este barrio depauperado y alquilar viviendas en un estado tan peligroso (no puede ser otra cosa más que la necesidad), no sé si el ayuntamiento de Bilbao es responsable legal o no de la situación de esos edificios (aunque sí creo que el ente público debe proteger a todos los ciudadanos y que una vivienda digna es un derecho fundamental). No tengo el suficiente conocimiento ni de la vida de esas personas ni de su historia con las instituciones para emitir un juicio ni para echar la culpa a nadie. Sólo sé que el progreso siempre deja a los más débiles detrás y que en ese abandono se gestan tragedias como ésta. Son ellos, y no los que tenemos las necesidades básicas cubiertas (no ya comida, sanidad y educación, también un techo que no se nos cae encima, agua caliente, una puerta con la que cerrar con llave nuestra vivienda), son ellos, digo, los que se han quedado fuera del proyecto de bienestar del que tanto presumimos en Euskadi. Y ese “ellos” cada día es más numeroso: las chabolas, las casas a punto de derrumbarse de los barrios a los que han sido expulsados todos los que no tiene la suerte de subirse al carro del progreso, no están ocupadas sólo por estas comunidades siempre marginales (gitanos o inmigrantes), sino que este capitalismo feroz en el que vivimos está arrasando también con aquello que en su momento se llamaba clase obrera y que ahora se ha empezado a llamar “el precariado”. Un reportaje de este mismo periódico desvelaba el 31 de mayo que 38.616 familias vascas tienen graves problemas para pagar la hipoteca o el alquiler de una vivienda y que 61.000 familias de Euskadi (el 7% del total) están ya al borde de desahucio.
La tragedia de Zorroza puede repetirse en La Landa o en otros tantos puntos de nuestra geografía que acogen a los expulsados de este sistema instalado en la crisis perpetua. Llegará el día en que el proyecto Punta Zorroza, con sus más de dos mil viviendas nuevas, se inaugure, el día en el que estas viejas casas imposibles de rehabilitar se acaben de expropiar, el día en el que sus vecinos serán reubicados (si tienen suerte y no acaban en la calle) a algún otro barrio marginal. Pero éste no ha sido un accidente de la mala fortuna o un drama gitano, sino consecuencia de un proceso de exclusión que forma parte consustancial de nuestro sistema socioeconómico. ¿Cuántas casas abandonadas están ocupadas por familias en situación de precariedad o desahuciadas, cuántas personas que han perdido su casa alquilan pisos que no reúnen las condiciones mínimas de seguridad? La tragedia de La Landa tiene la peculiaridad que ocurrió en el seno de una comunidad gitana que, por decirlo de alguna manera, formaba parte visible de nuestro paisaje. Pero esta tragedia puede pasar en cualquier otro lugar en el que se refugien personas en situación de pobreza grave en Euskadi. Le podría ocurrir a cualquiera de los 104.177 individuos que, según el gobierno vasco, están en esa situación. O a cualquiera de las 350.688 personas que están en riesgo de caer en ella. A cualquiera. Y cada uno de ellos tiene su vida, su historia, y su contexto.
Debe estar conectado para enviar un comentario.