La América de Lucia Berlin

1461686913_788507_1461687494_sumario_normal_recorte1Tenía varias lecturas pendientes, pero llegó Lucia Berlin con su Manual para mujeres de la limpieza y desbancó a todas. Me dije: bueno, leo un cuento y luego me pongo con lo otro. Pero fue leer el primero de la colección, «Lavandería Ángel» y no parar hasta el final, 42 cuentos y 429 páginas después.

 Los cuentos de Berlin nos hablan de las relaciones entre madres e hijas, entre hermanas, del abuso sexual en las familias, del alcoholismo y la drogodependencia, de la desposesión y la pobreza; también nos habla de amor, de segundas oportunidades, de reencuentros y formas de supervivencia. Berlin narra con un tono parco, contenido, pero sin ser frío ni distante. Desde esa economía narrativa es capaz de crear imágenes deslumbrantes y sobrecogedoras al mismo tiempo que describe con precisión situaciones y estados afectivos extremos. Sin caer en el victimismo o el sentimentalismo. Sin aspavientos, sin mesarse los cabellos. A pesar de esa contención, o igual gracias a ella, consigue que el lector sienta (o por lo menos yo lo he sentido) todo el peso del dolor, del fracaso, de la culpa. También, a pesar de contar historias tremendas propias (los abusos familiares, el desgarro amoroso, el alcoholismo) y ajenas (la pobreza, la drogadicción, ¡el asesinato de un hijo!), en la mayoría de los relatos Berlin presenta una compasión hacia sí misma y hacia los demás verdaderamente conmovedora. Hasta en las historias más tremendas hay un atisbo de humor, de querencia por un mundo en el que muchos sólo verían sordidez y desesperación. En fin, leer a Berlin es una experiencia cuanto menos enriquecedora, uno de esos disfrutes que duelen por lo que remueven en nosotros, por lo que nos perturban. Y por eso merece mucho la pena leerla.

Berlin nos habla de todas estas cuestiones universales, pero lo hace desvelando aspectos concretos de la realidad estadounidense que me han despertado sensaciones y recuerdos de mi vida en ese país, aunque ella escribe y publica buena parte de esta colección antes de que yo viviera allí y muchas de sus historias ocurrieran en lugares en los que yo no he vivido (Oakland o El Paso, por ejemplo; en otros, sin embargo, sí, como Nueva York). Leyéndola pensé en lo poco que han cambiado, desde que ella escribió estos cuentos, las manifestaciones de pobreza y discriminación. La lavandería y el autobús, la licorería y el hospital, son espacios que, en ese país, revelan dolorosas diferencias sociales. Berlin las desvela de forma magistral. La colección, de hecho, abre con ese magnífico cuento en el que la narradora conoce en una lavandería a Tony, un jefe apache alcohólico, en el que se mezclan de forma dolorosa el orgullo identitatio y la vejación provocada por la dependencia. Ahí también observa a otros indios o a jóvenes chicanas recién casadas, y lee los carteles que colocan los evangelistas en el tablón de anuncios, con sus mensajes de salvación eterna. Una lavandería en Estados Unidos puede ser un buen lugar para encontrar adeptos necesitados de promesas de futuro. También su cuento «Carpe Diem» transcurre en otra lavandería. La narradora confiesa que las lavanderías le dan «pánico», suponen «una espera demasiado larga… la vida te pasa por delante de los ojos mientras estás ahí, hundiéndote sin remedio». Su hundimiento tiene que ver con el alcoholismo, la soledad, el fracaso de una vida que prometía ser otra cosa. Es un hundimiento individual (los cuentos son, en su mayoría, autobiográficos), pero también la narradora es muchas veces testigo del hundimiento de los demás, como ese jefe indio que una vez que lo conocemos ya quedará para siempre en nuestra memoria con su larga melena canosa y sus manos temblorosas, o esa pobre muchacha mexicana que, maltratada por todos y en un estado desesperado, sin querer mata a su bebé. Los personajes de sus lavanderías, de sus licorerías, de la sala de urgencias donde trabaja, son gente a la que no les llega el sueldo para comprar detergente, que beben vino dulce porque calma antes los efectos devastadores del mono de alcohol, que viven en cutrichiles rodeados de adictos al crack porque no encuentran amparo en ningún otro sitio.

335389726

Para un lector español es posible que una lavandería o el autobús no sean espacios con los mismos referentes que para un estadounidense o alguien que, como yo, haya vivido allí tantos años. ¿Quién va en Estados Unidos una lavandería? Excepto si es una lavandería en un campus universitario, ahí va quien no tiene dinero para comprar una lavadora/secadora y mantener el gasto de electricidad; o quien tiene un piso tan pequeño que ni siquiera le cabe; o quien vive de alquiler en un apartamento donde ese servicio no se ofrece y ni siquiera hay (como en muchos complejos de apartamentos mínimamente aceptables) un espacio colectivo con lavadoras y secadoras donde los inquilinos puedan hacer sus coladas. Quien va a una lavandería no tiene estos lujos y tampoco tendrá dinero como para comprarse un coche para desplazarse, así que usará el autobús. Los autobuses, excepto en ciudades con buen transporte público como Nueva York, son en EE.UU. un servicio para pobres. En el cuento que da título a la colección, «Manual para mujeres de la limpieza», la narradora se hace amiga de otras dos sirvientas, ellas negras, que hacen su misma ruta: «Al principio estábamos indignadas… el autobús se adelantó dos minutos y lo perdimos. Maldita sea. El conductor sabe que las sirvientas siempre están ahí, que el 42 a Piedmont pasa solo una vez cada hora». Los autobuses allá recorren rutas reducidas, son irregulares y van siempre cargados de gente que no tiene más remedio que estar ahí. Mis tres últimos años de vida en Bethlehem alquilé un apartamento en el centro del pueblo (con un espacio para lavadoras y secadoras industriales preciosas que tenían hasta banda sonora para los diferentes lavados, nada que ver con la Lavandería Ángel de Berlin) y muy cerca tenía una de las pocas paradas de autobús del pueblo. Los días de labor se agolpaban en la calle un par de decenas de personas desde las 6 de la mañana. Yo pasaba a menudo delante de ellos, de todas estas personas latinas o afroamericanas, claramente de extracción social baja, que esperaban en silencio a que llegara el autobús para ir a sus trabajos. Seguramente, a la vuelta de turnos de doce horas de trabajo, irían a la lavandería del barrio a hacer sus coladas.

La colección también incluye muchos cuentos que tienen que ver con su familia (con su madre, su hermana, sus abuelos) y con su vida íntima (sus diferentes novios y maridos, sus hijos). Algunos son desgarradores, como «Inmanejable», que en pocas páginas nos hace sentir toda la devastación de su alcoholismo, la humillación de buscar en los bolsillos los cuatro dólares necesarios para comprar una pequeña botella de vodka, de sentir el desprecio del hijo que se da cuenta de que su madre, a las 7 de la mañana, ya está borracha. Según avanza la colección nos damos cuenta de que la narradora ha superado ese horror, pero esa superación no se presenta con triunfalismo. Simplemente sabemos que ese personaje que vive terribles momentos de oscuridad también puede ser luminoso, que esa mujer que se autodestruye también puede cuidarse, quererse y hacer lo mismo con los demás. Los cuentos donde narra su relación con «Sally», su hermana enferma de cáncer, a la que cuida los últimos meses de vida, nos hablan de reconciliación, de la superación de daños profundos, de la aceptación y elaboración de recuerdos traumáticos, y también de la capacidad del amor para sanar heridas. Todos estos cuentos son tristes y duros, pero al mismo tiempo rezuman dulzura, sentido del humor, una sensibilidad profunda y una generosidad conmovedora ante los errores propios y ajenos. Verdadera delicia.

Así que si quieres disfrutar de una lectura buena de verdad, que te llegue al tuétano, a las tripas y al intelecto, y de paso, acercarte a la realidad pasada y presente de Estados Unidos, lee Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin.

Un comentario en “La América de Lucia Berlin

Los comentarios están cerrados.